(Aquí es donde el vaquero se va)

Siempre que veía al Embajador de Estados Unidos en México, Ken Salazar, entrar y salir de palacio nacional, me preguntaba en broma ¿dónde dejó el caballo? En serio, también me cuestionaba ¿por qué ese trato preferencial de AMLO? La respuesta a ambas preguntas era que el presidente trataba de tener de su lado, tanto al embajador, como al caballo, hasta que lo logró.

No fueron pocas las veces que se criticó al embajador por su cercanía a la 4T, tanto por la oposición, como por la derechiza, que hoy lo defienden a capa y espada ante su desliz diplomático.

Igualmente, ver al embajador con su sombrero y botas vaqueras me recuerda a algunos texanos que conocí en Houston -entre ellos, abogados, sheriffs y policías-, con su difícil acento sureño, tanto en inglés, como en español, que igual me hacían reír, que sufrir, pues se creían unos héroes de carne y hueso, defendiendo a la sociedad de los malosos.

Me acuerdo mucho de un abogado que un día me recibió en su despacho, con un elegante traje oscuro, botas y sombrero, para platicar sobre el caso de un connacional en la cárcel y apoyarle con la defensa desde el consulado. Su actitud era la de un ganador en la vida, pues al tomar asiento, subió las piernas en su escritorio, en señal de “yo mando aquí”, mostrándome sendas botas vaqueras, que identifique de inmediato eran de piel de cocodrilo, por las lágrimas vertidas al suelo ya prohibidas para ese tiempo, por ser una especie protegida en ese país.

Al percatarse el abogado de mi mirada hacia sus botas, me presumió que tenía una decena de ellas, de las más exóticas pieles, entre víbora, tortuga, avestruz y las referidas de cocodrilo, que costaban un dineral, aunque mencionó que ya era difícil conseguirlas por la veda que su país había impuesto. Todavía me dijo el inconsciente que las últimas botas las había traído de México, donde también existía una veda y me preguntó por qué. Miré nuevamente sus botas y le contesté que aun existía gente que usaba esas pieles para elaborar artículos de lujo, sin darse por aludido, pues todavía me dijo: “descarados”. Aunque luego le cayó el quarter y bajó sus piernas de la mesa y no las volvió a subir.

De igual manera, me figuro al Embajador Salazar sentarse frente a AMLO -y peor aún, ante el retrato de Juárez- y cruzar la pierna para presumir sus botas -espero que de pura piel de res-, y quitarse el sombrero para mostrar su casi desnuda cabeza y así alumbrar un poco más el salón de reuniones, para su gusto, un poco oscuro. Ahí, seguramente, el embajador le reiteró muchas veces su apoyo y el de su país al gobierno de la 4T, sin entender que estaba traspasando los límites que un diplomático experimentado nunca haría: convertir la relación bilateral en una relación personal.

Generalmente en la diplomacia las relaciones son institucionales, entre países, entre presidentes, entre cancilleres y, al final, entre embajadores, mismas que están edificadas en el trabajo de todos los días por parte de los profesionales diplomáticos. Extraordinariamente, las relaciones personales pueden ayudar a fortalecer la relación bilateral, pero nunca sustituirlas, como es el caso.

Nunca el embajador Salazar debió personalizarla: primero, porque AMLO no es su par o contraparte, como si lo pudiera ser la canciller o vicecanciller, a las que creo no visita mucho. Segundo, porque ignoró o no consideró los otros canales institucionales de la relación bilateral, como son todas las ventanas de la cancillería y de otras secretarás, pues siempre se iba solo y por la libre, ya fuera el congreso, el poder judicial, empresarios y organizaciones de la sociedad civil. Tercero, porque, al final, se creyó con el derecho de hablar sobre cualquier tema. Cuarto, traicionó así la confianza otorgada por AMLO, al entrometerse en asuntos internos que sólo competen a los mexicanos. Su opinión sobre la aprobación de la reforma judicial no sólo fue un desatino, sino un error monumental de cálculo político.

Sepa, estimado embajador, que un representante diplomático como usted no tiene opiniones personales y si las tiene, se las calla; usted únicamente transmite y gestiona mensajes o posturas de su gobierno; un embajador no se mete en asuntos internos del país receptor, sólo observa e informa; un embajador no traiciona la confianza conferida por el presidente de la república; un embajador no ofende la hospitalidad del pueblo y gobierno receptor, la atesora y agradece; un embajador fortalece la relación bilateral, no la pisotea con sus botas o la agarrarla a sombrerazos y, mucho menos, la patea con su caballo.

Prueba de su desliz es la nota que envío su gobierno hace unos días, en la que lo desautoriza por sus declaraciones y asume la responsabilidad de lo dicho por usted, tratando de protegerlo, al tiempo que reitera su respeto absoluto a la soberanía de México. Es decir, la relación bilateral entre México y Estados Unidos es institucional y no personal.

Estoy cierto que su actuación injerencista fue seguramente influenciada por la oposición y la derechiza mexicana, que siempre recurre al extranjero cuando se ve vencida, perdida, superada y sin argumentos, sin importar la soberanía del país, ni las formas diplomáticas.

Pues bien, estimado embajador, vaya haciendo maletas y despidiéndose de sus amigos conservadores, pues la nota de extrañamiento enviada por AMLO a su gobierno, y que quedará para siempre en su expediente -por entrometido-, significa que no será recibido más en palacio nacional, pues está usted en pausa, ni mucho menos condecorado por sus servicios, pues su comisión en México terminará muy pronto, ya que dejó de ser un interlocutor confiable para México.

Debiera aprender el embajador de George Strait, un verdadero vaquero y rey del country en Texas, que en una de sus canciones -que seguramente no conoce el embajador-, dice “this is where the cawboy rides away”, cuando se da cuenta que ha perdido al amor de su vida, es decir, a la 4T.

Mario Alberto Puga

Politólogo y exdiplomático

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