Cuando escuché por primera vez la palabra resiliencia -hace algunos años- no entendí del todo este nuevo concepto -utilizado especialmente en la psicología-, ni su aplicación al tema, cuando discutíamos en la OEA las sociedades en crisis, que no sólo enfrentan y sobreviven una problemática particular, sino salen fortalecidas de la misma al tomar las decisiones adecuadas para ello. Es decir, resiliencia no significa únicamente la capacidad de enfrentar y sobrevivir una crisis, sino, fundamentalmente, salir fortalecido y renovado de ella.

En el caso de México y la emergencia por la pandemia del COVID 19, declarada allá por el mes de marzo de 2020, me parece que el país ha resistido y sobrevivido a esta coyuntura -con todas sus opiniones-, aunque creo que aún falta salir fortalecido de la misma para hablar propiamente de resiliencia. Y no estoy refiriéndome sólo a los grandes temas, sino, particularmente, a los sectores directamente involucrados o afectados, donde creo todavía falta consolidar sus capacidades para salir finalmente renovados de esta crisis.

Y esta resiliencia no tendría por qué despertar dudas, cuestionamientos, ni mucho menos enfrentamientos, pues no tiene color político o ideológico. Son sólo ámbitos de la vida que han sido alterados y que difícilmente volverán a ser los mismos, por lo que requieren de grandes ajustes o transformaciones si se quiere, a fin de que formen parte de la nueva realidad que definitivamente nos ha alcanzado y que ayudarán a superar algunos obstáculos y potenciar una sociedad más equitativa e inclusiva.

Por ejemplo, en el área de salud, la actual coyuntura ha demostrado -no sin desorden y a contrapelo- la posibilidad real de reconvertir nuestro sistema de salud a las necesidades de urgencia por la pandemia, ya fuera con el adecuamiento de la infraestructura existente, la adquisición de equipo y la contratación extraordinaria de personal calificado -hasta 20 mil médicos, enfermeras y administrativos-, necesario para enfrentar una crisis que amenazaba desde su inicio con saturar hospitales.

Por ello, esta crisis epidemiológica resulta una magnífica oportunidad para reformular todo el sistema de salud pública, el cual se encontraba desarticulado -por decir lo menos- y en proceso de análisis por parte del nuevo gobierno cuando la pandemia explotó, donde los tres sistemas fundamentales -IMSS, ISSSTE e INSABI- están llamados a otorgar cobertura total y gratuita a toda la población mexicana, que sin duda saldará una de las cuentas pendientes con la sociedad. Cobertura universal, atención médica de calidad y medicamentos accesibles para todos, sería la mejor forma de completar su resiliencia.

El rubro de educación también ha sido severamente afectado por esta crisis, no sólo por el hecho de haber suspendido clases presenciales por casi dos años calendario -que seguramente repercutirá en la formación de los alumnos, su rendimiento y, sobre todo, en la convivencia diaria-, sino por la tragedia que representa la posibilidad de que cerca de 3 millones de estudiantes no regresen a sus escuelas, ya sea por falta de recursos o bien, por haber sido forzados a engrosar las filas formales y, sobre todo, informales de trabajo.

El reto es mayúsculo si consideramos que en este inter las autoridades no han realizado cambios fundamentales en las escuelas -especialmente a nivel primaria y secundaria-, donde la crisis parece haber dejado en el abandono también el mobiliario, equipo e instalaciones. Aquí, de igual manera, aplicaría una reconversión de nuestras escuelas en verdaderos centros educativos, deportivos y culturales al adicionar mayor infraestructura (auditorios, canchas, pistas, etc.) y actividades extracurriculares, no sólo para los estudiantes, sino para padres y vecinos del lugar.

Recuerdo -no sé en qué país de Centroamérica-, el “programa de escuelas abiertas”, que incluso mantenía actividades educativas, deportivas y culturales los fines de semana, como una forma de atraer a padres e hijos y fortalecer los nexos con dichos centros. Todavía hay tiempo de hacerlo en México y ser resilientes.

En lo social, esta coyuntura es idónea para revisar estrategias, inercias y responsabilidades colectivas. Para nadie es un secreto que la mayoría de los mexicanos vivimos en el desorden, la indisciplina, la informalidad, producto de la incapacidad histórica del estado mexicano de dar respuesta a las necesidades básicas de la gente, que se han acumulado a más no poder. Esta crisis nos ha mostrado que sí se puede vivir en orden y formalidad mínima, solo es cuestión de establecer prioridades y comprobar los beneficios para todos.

Por ejemplo, el establecimiento de horarios escalonados de trabajo y el famoso homeofficce evitarían aglomeraciones, tanto en el transporte público, como en el tráfico diario de las grandes ciudades; la obligatoriedad del programa hoy no circula para todos coadyubaría no sólo a una mejor vialidad, sino a disminuir los altos niveles de contaminación, además de fortalecer la conciencia de todos.

Otra vez, la reconversión del comercio informal en pequeños molles o nuevos mercados urbanos, ayudaría sin duda alguna al reordenamiento de las calles y espacios públicos, así como a su incorporación a la economía formal, que incluya el pago de impuestos mínimos, pero con la certeza de que existe como sujeto de crédito, con derechos y obligaciones. La regulación efectiva de horarios nocturnos, especialmente a establecimientos comerciales como tiendas de conveniencia, y todos los antros de diversión, que alteran la tranquilidad social por diversas causas. En estas cuarentenas hemos descubierto que podemos vivir sin excesos y en un orden mínimo.

En lo laboral, es inevitable pensar en un seguro de desempleo, los mencionados horarios escalonados, reglamentar el trabajo en casa y otras formas amigables de producir y trabajar sin las presiones diarias y el estrés permanente por llegar a toda costa a la oficina o fabrica; por arribar a nuestras casas por la tarde o noche, sin ganas de convivir con la familia; o por hacer elástico el salario mínimo de hoy, aunque haya subido de nueva cuenta. El trabajo debe dejar de ser una obligación fatal y convertirse en un compromiso social que permitirá construir proyectos de vida individuales y colectivos.

Hasta ahora, el gobierno y la sociedad mexicana han concentrado sus esfuerzos en enfrentar y resistir los embates de una crisis que no deja de sorprendernos, a través de una política de prevención, protección y vacunación que, dígase lo que se diga, ha logrado cubrir y concientizar a buena parte de la sociedad que, más allá de los números, expresa de alguna manera que la crisis ha sido controlada. Sin embargo, esa es sólo una parte de la resiliencia. Falta aún lo mejor: salir fortalecidos y renovados en cada uno de los rubros mencionados y, en general, como sociedad.

La resiliencia tiene que ser completada.

Politólogo y ex diplomático

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