No, no podemos seguir igual. Esa debería ser la conclusión más contundente de las generaciones que coinciden en este momento trascendente de la humanidad, en el cual enfrentamos, por lo menos, tres grandes retos globales que ponen en riesgo el presente y futuro de todos, especialmente de los que hoy están en gestación, en proyecto o en sueños, que bien pudieran llamarse las generaciones del quizá o los “maybes”, porque quien sabe si la hagan.

El futuro nos ha alcanzado y no nos hemos dado cuenta: el cambio climático, la pandemia del COVID 19 y la indiferencia social y política son los nuevos jinetes del mal postmoderno, donde no hay tiempo ni espacio para seguir desperdiciando la vida, más literal que nunca.

De acuerdo con el último informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático de la ONU, la acción humana ha provocado daños irreversibles al medio ambiente, que muy difícilmente serían superados, incluso si actuáramos ahora. En sus manifestaciones más claras, la temperatura se ha incrementado en más de un grado centígrado, lo que hizo del pasado mes de julio el más caluroso de todos los tiempos, que está desencadenando incendios, por un lado, pero también inundaciones por otro, lo cual nos pone en emergencia máxima si queremos dejarle algo a nuestros hijos, nietos y a las generaciones de los “maybes”. Y es que, según las conclusiones del mencionado reporte, no sólo hemos rebasado los límites de tiempo para actuar, sino tampoco sabemos cómo actuar, que es lo más grave.

En el otro extremo, la pandemia del COVID-19 ha llegado para quedarse, pues nos tiene acorralados en nuestras casas desde principios del 2020, con más de 209 millones de casos registrados y arriba de 4.3 millones de personas fallecidas en todo el mundo, según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Todo ello, sin contar los daños colaterales que esta pandemia ha provocado en sociedades y economías que, como en el caso de México, la contrajo en más de un 8% en ese año, con una millonaria pérdida de empleos, que apenas hoy se están recuperando, además de la generación de poco más de 3 millones de pobres, a pesar de todos los esfuerzos gubernamentales. Y, por si fuera poco, con una población estudiantil que ha perdido más de un año calendario de formación, educación y convivencia, y que amenaza con alejar de las aulas a cerca de 4 millones de estudiantes, quienes no volverán a clase nunca más, pues los efectos de una crisis global los harán ingresar prematuramente al ejército de desempleados y subempleados y, si bien les va, de la economía informal, que crece aceleradamente desde hace años, convirtiéndose así en el primer proyecto de vida de los mexicanos.

Sobre la indiferencia social, solo diré que es consecuencia, primero, de un modelo de desarrollo -llámese como se llame- que pone el énfasis en lo material, por encima de lo humano, sin importar sus consecuencias y, segundo, que no deja tiempo para la reflexión, la convivencia y la procuración de nosotros mismos, salvo en algunas sociedades muy avanzadas que, incluso, ya vienen de regreso. En ese sentido, la indiferencia social sólo puede explicarse como parte de una sociedad incompleta e inconclusa, que no ha encontrado el equilibrio, que dé pie a superar lo inmediato y pensar en otra dimensión, más profunda e integral y ligada a nuestra supervivencia.

Y no, no se trata de tener una alta educación o preparación en temas de medio ambiente, salud o alguna disciplina social o científica. Se requiere básicamente de un gran sentido común, una nueva con-ciencia social y política, así como de un compromiso mínimo con los demás, que coadyuven a encontrar el equilibrio social y político y prevengan de lo que nos espera si seguimos desperdiciando la vida en la inmediatez de nuestras rutinas, sin preocuparnos por el futuro de los demás, que no tendrán que comer algún día, o agua para siquiera lavarse las manos, o una casa donde vivir seguros. En conclusión, hay que ponerle más ciencia a la vida y menos drama a nuestro ser.

El sentido común nos lo da la vida misma, solo hay que observar, meditar y sacar conclusiones, entre ellas, cómo vivir mejor, en un entorno sano, limpio y seguro, que garantice el desarrollo personal y familiar. Es preciso defender nuestro espacio de todo aquello que lo dañe, deteriore o rompa el equilibrio. Vivimos una etapa de degradación por todos lados y pocos son los que se preocupan por que las calles están tomadas por el comercio informal, por talleres clandestinos que arrojan sus deshechos a nuestro ecosistema sin ninguna responsabilidad, por changarros garnacheros que envenenan no sólo nuestros cuerpos, sino al medio ambiente. ¿Es que no somos capaces de concebir una sociedad ordenada, limpia y equilibrada?.

Sobre la nueva con-ciencia social, yo destacaría como máxima la sencillez de nuestras vidas -sin lujos, marcas, ni excentricidades-, pero también la complejidad de nuestro ser, siempre en busca del equilibrio entre lo cotidiano y lo trascendental. Es decir, hay que pensar profundo y vivir ligeros, pero plenamente, como aquellos viajeros europeos que van descubriendo el mundo con una mochila al hombro durante el verano, después de cumplir una larga temporada de trabajo o estudio que les permite acumular recursos, pero también sueños y objetivos para enriquecer sus vidas.

En cuanto a nuestro compromiso social, yo diría que bastaría cumplir con una serie de principios fundamentales: no al uso indiscriminado del automóvil y motocicleta, sí a los nuevos medios de transporte limpios (bicicletas y patines de cualquier tipo); respeto total a leyes y reglamentos de tránsito urbanos; no al consumismo de modas y marcas; si a la alimentación sana, no a la comida chatarra; sí al reciclaje y clasificación de deshechos; no a la economía salvaje, sí a la economía circular. Esto es, vivir siempre en armonía entre lo que tenemos y lo que queremos; entre lo que somos y deseamos ser; entre lo material y lo espiritual.

Sin embargo, todo lo anterior no será posible si no contamos con un gobierno aliado y facilitador de esas nuevas condiciones de desarrollo, que conduzcan a su sociedad hacia un estadio superior. Por ejemplo, decidirse de una vez y por todas al uso de las energías limpias y las nuevas tecnologías, amigables con el medio ambiente y aplicables a nuestro entorno: transporte, iluminación, seguridad, servicios, diversión y, sobre todo, a la producción de bienes.

También, a declarar sin ningún temor a las nuevas ciudades inteligentes, con acceso a internet gratuito y con la mayor parte de los servicios computarizados, que disminuyan dramáticamente el desplazamiento de las personas a todas horas. Que tal la promoción de ciudades o espacios peatonales, donde se privilegie no sólo al peatón, sino el uso de la bicicleta y otros medios personales de locomoción, que reduzcan considerablemente la emisión de gases. Desde luego, será necesario un transporte colectivo de primera.

En el ámbito político, sería suficiente con que los gobiernos establezcan un nuevo proyecto de vida para sus ciudadanos, así como una política de bienestar para los más vulnerables, donde estén garantizadas, por lo menos, las necesidades fundamentales: vivienda, como base del nuevo proyecto; empleo, bien remunerado y suficiente para una familia de 4; salud, con cobertura universal y gratuita; educación, que tendría que elevar su obligatoriedad a, por lo menos, la preparatoria o media superior, con una especialidad técnica, que permita a los que no lleguen a la universidad, desarrollar un oficio u ocupación digna. De igual manera, hacer de la cultura -en todas sus manifestaciones- un modo práctico de mantener nuestras costumbres y tradiciones, pero también como factores de paz, equilibrio y desarrollo en una sociedad inclusiva.

Todo ello contribuiría a quitarle drama a nuestro ser -que ocupa la mayor parte de nuestro tiempo- y darle más espacio y oportunidad a la ciencia para aligerar nuestra vida.

No, no podemos seguir igual, esa es la consigna para todos.


Politólogo y ex diplomático.

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