Dentro de la gama de críticas en contra de AMLO, encuentro por lo menos tres clasificaciones: las frívolas, que se limitan a denostarlo simplemente por su modo de ser, de hablar y de pensar, que en apariencia serían inofensivas, pero que en realidad son peligrosas, pues incitan a los demás al insulto fácil por el solo hecho de ser diferente; las constructivas, que utilizan argumentos sólidos en la defensa de sus intereses, los cuales -en su opinión- están siendo vulnerados; y las destructivas, que se niegan incluso a llamarlo presidente o por su nombre o apellidos completos, por lo que, despectivamente se refieren a él como el “señor López”, que esconden tras de sí todo un rencor e incluso odio -yo diría de clase- que marca una práctica social también muy peligrosa.
Desde luego, todas esas críticas son alimentadas diariamente por el propio AMLO, a quien claramente le gusta el peligro y las emociones fuertes y juega así con sus adversarios políticos en una apuesta por demás arriesgada y fuera de toda lógica política. Sin embargo, todo este comportamiento tiene cierto sentido si entendemos las razones de AMLO y, sobre todo, el momento que le ha tocado vivir en esta interesante coyuntura política de nuestros tiempos.
Y es que AMLO es el último caudillo mexicano, cabalgando en solitario en el moderno siglo XXI. Y eso explica muchas cosas.
En primer lugar, su estilo personalista o unipersonal de gobernar, donde él toma todas las decisiones importantes para el país, pues, como buen caudillo, no confía en los que lo rodean -a menos que sea su ejército, su marina o su guardia nacional, que lo siguen incondicionalmente- y prefiere hacer las cosas él solo, lo mismo organizar la rifa del avión presidencial, que no responder a la violencia en Sinaloa; lo mismo hacerse amigo de Trump, que viajar en aviones comerciales; lo mismo crear la guardia nacional, que construir un nuevo aeropuerto de la CDMX y un tren en el sureste a través de su propio ejército. Y es que un caudillo no negocia o pide opinión, decide lo que él cree que es mejor para su pueblo, sin importar las consecuencias.
En segundo lugar, su obsesión por terminar con el sistema neoliberal, al que culpa -no sin razón- de haber producido mayor pobreza y desigualdad en una sociedad mexicana anclada aún a sus problemas estructurales, los cuales difícilmente serán superados por la sola apertura del mercado, como se ha visto en estos últimos 36 años. Además -en su opinión-, ese sistema neoliberal ha sido mal entendido y mal traducido por sus defensores al creer que con el triunfo del mercado a nivel internacional todo estaría permitido, incluso hacer negocios sucios, estafas maestras, corruptelas en todos los ámbitos y en todos los niveles de gobierno, sin importar para nada los menos favorecidos. Es precisamente a ese sistema neoliberal que excluyó a la mitad de mexicanos al que AMLO se refiere y, a ellos, a los que llamó a votar en 2018 con mucho éxito, pues estaban hartos de saber que no existían.
En tercer lugar, su interés en ayudar a los pobres de México, a quienes no sólo ha incluido en su proyecto, sino que los ha empoderado social y políticamente, y quienes -seguramente- se dejarán sentir en las próximas elecciones, como principales garantes de este gobierno, pues se espera el voto de más de 30 millones de beneficiarios de dichos programas, junto a los familiares que también se benefician indirectamente de los programas sociales. No importa que la pandemia haya dejado otros millones de pobres -como anuncian sus críticos-, pues lo mismo votarán por él. En tal sentido, AMLO, el caudillo, no ha hecho sino recoger lo que el neoliberalismo desechó para crear su propio proyecto de país.
Y no es que intente defender o justificar a AMLO, no; solo trato de entender su lógica y su momento, pues creo que lo peor que le puede pasar a México aparte de una polarización política -en la que creo ya estamos-, es una polarización social que nos lleve irremediablemente al caos, la violencia y la venganza. Entender las razones de AMLO no implica que se esté de acuerdo con él; simple y sencillamente quiere decir que se comprenden sus motivos, aunque no los comparta, sin insultar, sin ofender y, sobre todo, sin incitar al odio y la violencia, pues de una u otra forma todos somos parte del problema.
Y muchos de sus críticos dirán con cierta razón, y ¿qué culpa tenemos nosotros de que AMLO sea un caudillo y gobierne en un tiempo y espacio diferente? Me gustaría decirles que ninguna, pero me temo que estaría olvidando que fueron sus críticos y enemigos políticos los que han contribuido a crear esa figura de caudillo a lo largo de muchos años de lucha, primero, atacándolo, acorralándolo y desaforándolo para que no fuera Jefe de Gobierno del entonces Distrito Federal en el año 2000, cargo que al final de todo logró. Luego, construyendo y financiando campañas sucias, llenas de odio y rencor en su contra que, al tiempo que intentaron dañar su imagen, lo hicieron ver como una víctima, lo que generó más simpatías entre la población de a pie, aunque al final no pudieron evitar su derrota electoral en 2006. Finalmente, permitiendo y callando la violación de algunas de las normas electorales en 2012, entre ellas, el financiamiento ilegal, el sobregiro de los topes de campaña y, sobre todo, el contubernio de los grupos de poder para que un supuesto y renovado PRI volviera a gobernar al país, donde la corrupción y la inseguridad se convirtieron nuevamente en marca registrada del priismo.
Al final, esa desbordante corrupción e inseguridad fueron tomadas por AMLO como principales banderas del nuevo movimiento de Morena, que completó la metamorfosis de una simple figura política de oposición a la de un caudillo carismático y popular, atrapado en un moderno siglo XXI, al que quizá no entiende del todo, pero igual está dispuesto a llevar a cabo su proyecto, el que siempre ha tenido en mente, sin importar su vigencia o viabilidad, pues lo que interesa es hacer justicia a los más desposeídos, lo que siempre será válido en cualquier tiempo y espacio.
Lo de que AMLO cabalga solo lo digo porque no veo -aparte de dos o tres personajes a su alrededor- un grupo sólido y compacto de hombres y mujeres comprometido con ese proyecto, más allá de administrar sus respectivas carteras, y que tenga el liderazgo suficiente para continuar con su legado en los próximos años, pues todo mundo sabe que un nuevo régimen no se construye en seis años. Y ahí está el PRI para confirmarlo; el PAN para negarlo; y el PRD para atestiguarlo.
Todo lo anterior me lleva a varias conclusiones: una, que el país se debate entre dos proyectos de nación diametralmente opuestos, entre chairos y fifís, diría la crítica frívola; entre neoliberales y la nueva izquierda, pensaría la crítica constructiva; y entre prietos y güeros espetaría la crítica destructiva; dos, hemos entrado a una clara polarización política, donde unos y otros apuestan su resto no sólo por la derrota electoral de su rival, sino por el fracaso de su proyecto, lo cual implica -en cualquier caso- que buena parte de los mexicanos quedaría fuera del proyecto ganador; tres, que esa polarización política -que ahora cuenta con un nuevo elemento disruptivo con la llegada del partido del crimen organizado- nos está llevando a una polarización social, que podría derivar en mucha mayor violencia de la que ya enfrentamos, de la cual nos podemos arrepentir todos; cuarto, la necesidad de voces ecuánimes y responsables para distender esta confrontación y convocar al diálogo. No necesitamos más gritos a favor o en contra de cada proyecto, sino llamados a la cordura de todos los actores políticos, sociales, económicos, académicos y de la sociedad civil, así como a la reflexión de todos los mexicanos.
Entonces, la propuesta es -por el momento- desterrar la crítica frívola y destructiva en esta coyuntura política y quedarnos con la constructiva, que implica un debate de ideas, en un marco de tolerancia y respeto mutuos, que nos aparte de la violencia en todas sus manifestaciones. Después, una vez que pase el proceso electoral -que pondrá a cada uno en su lugar-, será impostergable que todos los sectores se sienten a dialogar abiertamente sobre el futuro del país, donde el objetivo tendrá que ser la construcción de un solo proyecto, en donde quepan todos los mexicanos.
Esto es, debemos unir ambos extremos de la cuerda hasta formar un círculo, donde nadie quede fuera, cuyas contradicciones serán el motor que harán avanzar la concepción de un nuevo régimen: el de los no privilegios, el de la no corrupción, el de la no violencia, el de la no exclusión y el de la tolerancia, del respeto a las diferencias y, desde luego, del régimen de la equidad económica y social que nos lleve a una sociedad más equilibrada e incluyente que coadyuve a rescatar lo mejor de los mexicanos.
De lo contrario, me temo que México seguirá dividido y dando pasos atrás y adelante, dependiendo de quien esté en el poder, hasta que la corrupción y la violencia nos alcance a todos o bien, hasta que el último caudillo de México baje de su caballo, cansado de tanto andar, para mirar al pasado y, luego, al futuro, para proclamar verdaderamente el fin del neoliberalismo.
Politólogo y ex diplomático