Ahora que vi las imágenes de un grupo de estudiantes normalistas de la Escuela Rural de Ayotzinapa, enfrentarse a elementos de la Guardia Nacional -incluso utilizando un camión desbocado, como si fuera un moderno caballo de Troya-, a fin de tomar una de las casetas de la autopista del sol, recordé una de las experiencias más surrealistas que he tenido en México desde mi arribo del exterior, donde pasé -en minutos- del drama y olor a violencia, a la comedia y a la risa, al lograr traspasar un bloqueo en la última caseta, acompañado por mi familia.

Me explico. En una de esas escapadas de fin de semana, regresábamos por la autopista México - Cuernavaca, ya a punto de entrar a la CDMX, incluso, pagando la última caseta de cobro, y encontrándonos con que no había paso ya que un grupo de pobladores había decidido cerrar el acceso en protesta por la falta de electricidad -según dijeron- “desde hace tres días”. Por cierto, era domingo. Ya en ocasiones anteriores habíamos encontrado tomada esa caseta, tanto de ida, como de regreso, por los mismos vecinos, aunque el tránsito no se paraba, ya que ellos pedían una cuota de apoyo para seguir la ruta. Así que sólo se trataba de “cooperar” para la causa.

Fue justo el periodo en que media red carretera se había convertido ya en la forma más cómoda para obtener recursos por muchas organizaciones sociales o de vecinos, con la complacencia de autoridades, hasta que las pérdidas de más de 4 mil millones de pesos se volvieron insostenibles. Para los conductores también fue negocio, pues las cuotas de cooperación eran menores a la cuota normal, por lo que todos contentos.

Sin embargo, en esa ocasión los pobladores no habían logrado tomar las casetas de cobro, conformándose con cerrar los accesos a la CDMX y a la autopista, es decir, en ambos sentidos, hasta ver quien era el primero en ceder. Desde luego, había ya policías locales, guardia nacional e incluso soldados del ejército, todos a la expectativa de que el orden no fuera alterado, más de lo que ya estaba. La alternativa que las autoridades daban a los automovilistas era devolverse a la autopista, hasta el poblado de Tres Marías, y tomar la carretera libre a la CDMX, aunque no se devolvería el importe de la caseta que recién habíamos pagado. Lo cual me resultó injusto, por decir lo menos, además de tardado, pues implicaba una vuelta de dos a tres horas.

Entonces, baje del auto -que había quedado casi en primera fila por los que ya se habían ido-, dispuesto a platicar con los manifestantes y convencerlos de que me permitieran el paso, pues traía yo a una adulta mayor (92) que requeriría pronto de sus medicamentos y, sobre todo, de descanso por el viaje. Mi argumento era fuerte, sensible y real, por lo que empecé mi tarea, identificando a los líderes y preguntando por el motivo del cierre, al que me adherí de inmediato, para después soltarles la emergencia que, según yo, traía encima. La respuesta me hizo enojar un poco, pues no encontré sensibilidad en ellos: “si te dejamos pasar a ti, tenemos que dejar pasar a otros” -dijeron de manera convincente-.

Por espacio de unos minutos me quedé quieto, hasta que vi dos camiones de pasajeros color gris abrirse paso por la caseta y el patio posterior, hasta alcanzar la primera línea del bloqueo, en cuyo exterior se leía “Escuela Rural de Ayotzinapa”. Bajaron por los menos 50 o 60 jóvenes con camiseta negra y pantalón gris -me parece-, que se acercaron a los manifestantes, susurrándoles algo en el oído y, acto seguido, hicieron una formación cuasi militar y empezaron a lanzar consignas de apoyo y cantos uniformes que rayaban en el miedo, pues sus caras expresaban fuerza y dureza, cuya mirada se perdía en el horizonte, que me recordó las voces de guerra de cualquier ejercito dispuesto a vencer en la inminente batalla. Me dio escalofrío.

Al finalizar sus consignas, subieron a los camiones y cruzaron las vallas humanas y obstáculos de los manifestantes, que se abrieron de par en par, a fin de dar paso a los modernos caballos de Troya, sin imaginar sus consecuencias. Al salir de mi letargo -pues aún estaba impresionado con lo atestiguado-, me acerqué de nuevo a los líderes y les dije que al haber dejado pasar a los estudiantes, habían roto el acuerdo de que nadie pasaría, por lo que insistí en que me dejaran cruzar, ahora como una cuestión humanitaria, pues mi madre se había empezado a sentir mal después de una larga hora de espera -lo cual era cierto-, además de hacerlos responsables si algo le pasaba.

Uno de ellos, me pidió acercar el auto para comprobar que llevaba a una adulta mayor y decidir entonces. De inmediato, hice señas a mi esposa - que en ese momento había tomado el control del vehículo- para que se acercara y, eventualmente, atravesara entre la multitud. Al ver a mi madre en el asiento de atrás, las señoras asintieron a los demás, quienes abrieron paso y el auto cruzó entonces. Cuando los lideres la vieron, uno de ellos gritó “la señora no está enferma, nos está saludando”, lo que pude comprobar sorprendido, al ver las manos de mi madre ondear a ambos lados, como si estuviera entrando a Troya. Entonces grite yo también “qué quieres, que no salude, ella es muy educada”, al tiempo que yo también traspasaba la valla.

Ya en el interior del vehículo le explique a Trini que para otra vez pusiera cara de afligida, pues su actuación había dejado mucho qué desear. Al ver el retrovisor me percaté que otros autos intentaban lo mismo, por lo que le pedí a mi esposa acelerara la marcha, si no quería que fuéramos linchados por la multitud, al haber roto una legítima protesta. “No te da vergüenza, tú que siempre estás del lado de los débiles” -me dijo un poco en serio, un poco en broma-, a lo que respondí, “yo no la rompí, fueron los normalistas y, en todo caso, fue Trini quien los engañó cuál si fuera Helena de Troya”.

Desde entonces trato de imaginarme el momento en que los 43 estudiantes de Ayotzinapa fueron detenidos -también en camiones de pasajeros- y desaparecidos aquel 26 de septiembre de 2014, donde estoy seguro no se trataba de simples estudiantes, sino de gente preparada y entrenada para la lucha social -en la mejor tradición guerrerense-, por lo que seguramente la violencia para someterlos fue mayúscula y apabullante para silenciar sus consignas y cánticos de guerra.

No dudo en lamentar esos hechos y, sobre todo, el sufrimiento de sus padres todos estos años al no saber qué fue de ellos. Sin embargo, me queda la duda en saber si estos otros padres de los normalistas que enfrentaron a la guardia nacional, son conscientes de los riesgos que corren sus hijos y, sobre todo, de que el tráiler que utilizaron como arma letal, al igual que el caballo de Troya, pudo desencadenar otra gran tragedia mexicana, pues siempre habrá algún responsable de su destino, no importa si hay o no conductor. Los camiones no caminan solos.

Politólogo y exdiplomático.

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