He leído y escuchado la mayoría de las críticas y defensas que se han hecho a la propuesta de reforma al poder judicial y de ellas destaco tres importantes conclusiones: la primera, es innegable que el poder judicial requiere de una gran reestructuración; la segunda, la propuesta no puede venir de dentro, pues acabaríamos con cambios intrascendentes; la tercera, la Norma Piña, esa que ha aplicado la presidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) con los demás poderes del Estado, de no tender puentes ni diálogo, la ha puesto en el ojo del huracán, en plena temporada de ciclones.

Al mismo tiempo, leí casi todos los discursos de la ministra presidenta de la SCJN en lo que lleva en el cargo, publicados en la página del organismo, tratando de encontrar sus debilidades o algo que criticar, pero en realidad hay un rigor jurídico en sus intervenciones, que no dan lugar más que a reconocer que es una buena, quizá excelente jurista, con vasta experiencia y conocimiento de la ley, como corresponde a una ministra de ese nivel.

Entonces, su debilidad está en otro lado: la falta de sensibilidad política para leer y entender la nueva coyuntura, donde ha sucedido toda una revolución pacífica y ella ni si quiera se entera y se encierra en su torre, junto a sus colegas, que ingenuamente creen que esa transformación no los alcanzara en las alturas. Y este es un mal que le ha sucedido al INE, al INAI y ahora a la SCJN: confunden autonomía e independencia con oposición política, seguramente influenciados por las malas compañías de la derechiza.

Vayamos por partes.

Uno, el punto de encuentro de todas las posiciones políticas, jurídicas y sociales vertidas hasta ahora es que el poder judicial requiere de un cambio profundo, pues no ha cumplido con su cometido de otorgar justicia a quien lo requiere. Sus números, porcentajes y estadísticas establecen un gran retraso en la atención de los casos, un altísimo porcentaje de impunidad -mayor al 90%- y una imagen perversa ante la opinión pública. El resultado de todo ello es el establecimiento de un poder judicial selectivo, ineficaz y corrupto, cuya balanza está determinada, no por el equilibrio de la justicia ciega, sino por el peso del oro que ve de reojo la señora justicia, para dictar sentencias.

Dos, la transformación del poder judicial no debe venir desde adentro, sino desde fuera, pues seguramente se limitaría a pequeños cambios donde lo fundamental no se tocaría. La transformación, en el mejor de los casos, tendría que venir del consenso del legislativo y, en su defecto, de la nueva mayoría política, como se hace en todos los congresos del mundo, máxime si esa mayoría ha sido otorgada por la sociedad, sin reservas y sin limitaciones. La oposición -y por ende la SCJN- sigue con su discurso independentista y llamando autoritarios a AMLO y su gobierno, simplemente por tener el derecho a renovar aquellas instancias e instituciones que no han reconocido que se está viviendo una transformación política y social, donde todo el mundo debe adaptarse.

Tres, la miopía política y el establecimiento de la Norma Piña por parte de la presidenta de la SCJN, como parte de su comportamiento social ha afectado a la misma corte, ahora dividida; a la judicatura, ante su incapacidad de administrar justicia; y al mismo organismo judicial en su conjunto -con sus miles de empleados-, al cual ha vuelto cómplice de sus muchos deslices, todo por mantener el estatus quo y no entender la diferencia entre AMLO y la figura presidencial o entre los presidentes de las cámaras y la mayoría morenista. Para ella todos son enemigos, a los que ni siquiera ofrece el saludo.

Dice ella que les ha enviado oficios, pero en política no bastan los mensajes; lo que vale es el diálogo y la concertación directa. Hasta un estudiante de ciencia política entiende que la figura presidencial está por encima del nombre o ideología e incluso del odio.

Y aquí recuerdo aquella vez en que un embajador, que nos daba clases de protocolo, llevó al grupo de futuros diplomáticos a palacio nacional para presenciar la entrega de cartas credenciales de varios embajadores extranjeros, donde, como preámbulo, el presidente de ese entonces (1988) nos saludaría en su recorrido hacia el salón oficial de recepciones. Yo, que tenía ciertas reservas hacia su persona por la forma en que ganó las elecciones, no tuve más que guardar respeto y reconocer su envestidura presidencial, pues no era ni su nombre, ni su figura debilucha, ni su caminado descompuesto el que estaba ahí. Era el presidente de México, con un impecable traje negro, camisa blanca y pura y una banda tricolor en el pecho que lo hacía casi inalcanzable.

Imagínese doña Norma si no lo hubiera saludado. Lo cortés no quita lo valiente, aún con todos los pecados del mundo encima de él.

Finalmente, dije al principio que seguramente la ministra presidenta es una buena, y quizá una excelente jurista; no lo sé, ni tampoco es el punto en todo este proceso de reflexión. El punto otra vez es que las decisiones del organismo se han vuelto -desde su presidencia- también políticas o ad-hoc a los intereses de los enemigos del régimen, ya sean personas, partidos, empresas u otras entidades, utilizando el derecho y su jerarquía jurídica como un obstáculo al interés general de la nación.

Y ahí están todos los pillos de cuello blanco, libres por decisión de un juez o magistrados; los grandes capos de la delincuencia organizada riéndose de la ley y las extradiciones; o los torturadores y asesinos tranquilamente en prisión domiciliaria. Sin contar con todas las iniciativas presidenciales truncadas por una supuesta inconstitucionalidad a sus intereses.

Hoy, como último desliz político, la ministra presidente ofrece su piel en forma de sacrificio -cual doncella azteca- para salvar a todo el organismo de la tiranía de la mayoría, siempre y cuando se le respeten todos sus derechos, prerrogativas y canonjías de la jubilación, que más parece botín jurídico. Si no, no se avienta. Aunque luego recula al reflexionar que, si da la vida, ya no gozará de tales beneficios.

Por cierto, la Norma Piña no es una forma irrespetuosa de llamarle a la ministra presidente de la SCJN, sino simplemente el comportamiento sistemático que ella ha adoptado como norma para relacionarse con los otros poderes:

“Ni los quiero, ni los necesito,

Ni los saludo, ni les doy besito.

No me paro, no me siento,

No se enoje, no me riña,

Yo sólo quiero jubilarme con el cien por ciento,

Porque soy la Norma Piña.”

Mario Alberto Puga

Politólogo y exdiplomático

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