Hay por lo menos dos maneras de manejar las relaciones con otros países: la institucional y la personal que, dependiendo del país de que se trate, pueden traer excelentes resultados, aunque también pueden ser desastrosas si no se eligen bien las formas en una coyuntura determinada, es decir, si no se leen claramente los distintos momentos de la relación bilateral, la empatía entre los líderes de cada país o bien, la complejidad de la propia relación. En mi opinión, -y por experiencia- creo que toda relación debe estar sustentada en el trabajo institucional de todos los días y, si las circunstancias lo permiten, puede complementarse con un buen contacto personal e incluso, una amistad entre los presidentes de cada país.

Para poner un ejemplo, diría que en el caso de México y países tan cercanos como los de Centro y Sudamérica -por razones de vecindad, idioma, cultura e idiosincrasia-, las relaciones suelen ser más amistosas y personales que institucionales, pues existe una empatía natural entre los pueblos y gobiernos que facilitan la labor diplomática, lo cual no significa que no exista una relación institucional y de trabajo diario que la soporte. En cambio, habrá otras relaciones con países más lejanos y complejos, donde las relaciones personales no importen tanto como las institucionales. Sin embargo, en cada una de ellas las formas importan e importan bien.

Lo anterior, lo mencionó a propósito de todos los dimes y diretes que se han construido alrededor de la relación bilateral con Estados Unidos en estos últimos meses -quizá desde la visita del presidente mexicano a Estados Unidos (EU), en julio pasado-, cuando muchos reprobaron la decisión de AMLO de visitar a su homólogo, entre otras cosas, por encontrarse ese país en plena campaña electoral, donde un encuentro entre mandatarios pudo ser vista como una señal de apoyo al candidato republicano. Para sorpresa de muchos, el encuentro resultó benéfico por todos lados, pues aparte de enviar un mensaje claro y contundente sobre la soberanía de México, se logró reivindicar la importancia de la migración mexicana -atacada ferozmente por el discurso presidencial de aquel país-, en la propia Casa Blanca, a manera de desagravio. En mi opinión, AMLO demostró que, muy a su manera, había logrado domar al león.

A partir de ese momento, ambos presidentes se convirtieron en amigos y la relación institucional se volvió también personal, pues a pesar de las diferencias ideológicas y políticas, ambos empatizaron de inmediato, lo que obligaría a todos los que están detrás de la relación bilateral a ser más cuidadosos, pues una decisión presidencial mataría cualquier otra forma de decidir las cosas.

Y esto quedó de manifiesto con la famosa llamada para felicitar al virtual ganador de la elección presidencial en Estados Unidos, Joe Biden, la misma noche del 3 de noviembre, cuando la embajadora de México –en su interés legítimo de iniciar bien con el nuevo gobierno- insistió tanto al mandatario mexicano, que olvidó que la relación bilateral se encontraba ya en modo personal, por lo que AMLO privilegiaría más la amistad con su amigo Trump que el futuro de la relación institucional con un nuevo gobierno. Al no darse la llamada de felicitación -que la prensa mexicana magnificó como si fuera necesaria para garantizar el triunfo de Biden-, la Embajadora mexicana perdió toda capacidad de interlocución ante sus futuras contrapartes, por lo que era lógico hacerse a un lado. A veces las formas importan e importan bien.

Aquí quiero destacar que la actitud de la embajadora mexicana fue apegada a la práctica diplomática, pues la tarea de cualquier representante de México en el exterior es gestionar esa famosa llamada al término de una elección. Sin embargo, la coyuntura y las circunstancias indicaban una situación especial, no solo por la relación personal de ambos presidentes, sino por el momento político: la detención, acusación y reclusión en una cárcel de Nueva York del ex Secretario de Defensa de México -veinte días antes- a manos de la DEA. Estoy seguro que el tema ya había sido conversado entre los mandatarios y que las negociaciones de sus equipos pudieron verse afectadas de concretarse la dichosa llamada. Al final, dígase lo que se diga, la liberación del general mexicano fue una decisión del presidente estadounidense -probablemente solicitada por su amigo mexicano-, la que fue instrumentada por los administradores de la relación institucional. Las formas importan e importan bien, pero también esconden contenido.

Luego de este logro mexicano, y una vez que Joe Biden fue declarado presidente electo, México remitió una carta de felicitación que tampoco gustó a sus críticos -por fría, escueta y poco amistosa-, pero que cumplió con la formalidad de establecer el primer contacto con su nueva contraparte, a quien estoy seguro no le importó la falta de adornos y lisonjas en la misiva, pues -como buen anglosajón- gusta de las comunicaciones cortas y al grano. Caso contrario y contraproducente fue el comunicado que emitió nuestra Embajada para explicar el por qué no se felicitó al candidato Biden esa misma noche, que causó de todo menos claridad, en especial de los estadounidenses, pues al final de la misma no se supo si era un sí pero no o bien, un no pero sí, clásico de la cultura latinoamericana, especialmente la mexicana, pues no hemos aprendido a decir no, clara y francamente. Las formas importan e importan bien, sobre todo en una relación prioritaria como la de Estados Unidos.

Sobre la designación del nuevo Embajador de México, Esteban Moctezuma -luego de la jubilación de la embajadora mexicana-, creo que cumple con el requerimiento fundamental de ser un hombre cercano y de todas las confianzas del presidente de México, características que han tenido la mayoría de los embajadores políticos nombrados en EU durante los últimos 30 años, cuya falta de experiencia no les ha impedido tener un buen desempeño -salvo horrorosas excepciones-, si consideramos que la relación descansa en el trabajo institucional. Por ello, el nuevo embajador tendrá que tejer fino para relanzar la relación bilateral y subsanar malos entendidos entre instituciones, pero también buscar una relación personal entre los mandatarios, con la esperanza de que haya empatía entre ambos.

Como prueba de que ni la visita, ni la llamada, ni el comunicado, ni la carta importaron mucho al ahora presidente Biden, éste ha dado un paso al frente al incluir entre sus primeras acciones de gobierno la clausura del proyecto del muro fronterizo, un ambicioso programa de regularización migratoria a los DACA y un camino a la doble nacionalidad que, en principio, beneficiaría -en caso de aprobarse- a varios millones de mexicanos. Lo anterior, ha sido entendido en México como una señal de amistad y cooperación para esta nueva etapa de la relación entre los dos países, lo que provocó, ahora sí, una llamada telefónica entre ambos mandatarios, con lo que ha dado inicio a una nueva etapa de la relación bilateral.

Por cierto, recuerdo la anécdota de algún embajador en Centroamérica que gustaba de recurrir al propio canciller del país -en base a su buena relación personal- para todos los asuntos de la agenda bilateral, sin importarle los canales institucionales, como era el viceministro o el director general respectivo. Una vez que el canciller en cuestión fue destituido, dicho embajador buscó ahora sí a sus contrapartes, quienes se negaron a contestar sus llamadas, a grado tal que tuvo que ir personalmente a tocar las puertas e iniciar así una relación institucional. Al preguntarle si buscaría al nuevo canciller, el embajador respondió que sí, pero solo para saludarlo, pues le habían resultado muy caros los juegos de golf con el excanciller.

Politólogo y exdiplomático.

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