Después de conocer de cerca la situación de los condenados a muerte en Estados Unidos, especialmente de los mexicanos prisioneros en el sistema carcelario más grande del país en ese entonces -Texas-, no puedo más que lamentar la muerte del estadounidense, Kenneth Eugene Smith, quien fue ejecutado (asesinado) el pasado 25 de enero en el estado de Alabama, usando por primera vez gas nitrógeno. Según medios de comunicación, la sustancia hizo sufrir y aún temblar y estremecer al desventurado por más de 5 minutos, hasta que el efecto le provocó la muerte 10 minutos más tarde, donde fue declarado sin vida por las orgullosas autoridades locales.
En una especie de espectáculo siniestro, familiares de Smith -me imagino que también de la víctima-, vieron juntos la ejecución en un cuarto contiguo, a través de una enorme ventana, cuyas cortinas se abrieron como telón de teatro, para atestiguar una de las manifestaciones más inhumanas de nuestra civilización: el crimen de una persona como acción de justicia. Esto no quiere decir, de manera alguna, que el delito cometido por Smith no sea igual de terrible. Sin duda alguna lo es, pero para ello están las leyes y las prisiones como alternativas para rehabilitar y reincorporar a la sociedad a los infractores o incluso, para que purguen una cadena perpetua.
Asesinar a una persona en nombre de la ley es como regresar al viejo oeste y tomar la justicia por sus manos, teniendo como instrumentos una soga y una pistola o rifle, luego que un jurado decidió en una cantina, quitar la vida al cuatrero o al ladrón de caballos. Precisamente de ahí viene la tradición de la pena de muerte -por lo menos en Texas- que, hasta donde yo me quedé, modernizó sus métodos hasta alcanzar la inyección letal, como fórmula idónea para ejecutar prisioneros, sin dolor y sin sufrimiento aparente.
Pocos años después, me enteré que, como una forma de manifestar su desacuerdo y críticas contra la pena de muerte, ya que Texas era y es el estado que más personas ejecuta -más de 1500 desde 1976-, las agrupaciones de médicos y enfermeras de ese estado prohibieron a sus agremiados participar de manera alguna en las ejecuciones o siquiera asistir o atestiguar la muerte de los condenados, a fin de declararlos oficialmente muertos, lo que ha hecho que las autoridades penitenciarias de Texas carguen con todo el descredito y críticas por las muertes judiciales.
Cabe señalar que, ante la acción de organizaciones en contra de la pena de muerte, así como de la presión internacional, algunos países suprimieron o suspendieron dicha pena de sus legislaciones en los años sesenta, entre ellos Estados Unidos, que volvió a reinstalarla diez años después, en 1976, ante el incremento de la violencia y la comisión de crímenes atroces en contra de policías y otros servidores públicos, a manera también de protección.
Si bien, la tendencia ha sido positiva en cuanto al número de países que la han suprimido o suspendido de sus legislaciones, la pena de muerte sigue vigente aun en 88 países.
En opinión de la cancillería mexicana de aquellos tiempos -mediados de los noventa-, la pena de muerte era consideraba cruel, que no daba oportunidad de rectificar errores procesales y no incidía en los altos índices de violencia de las sociedades.
Ciertamente, la pena de muerte es un castigo cruel, pues no sólo hace sufrir al infractor, que pasa -en promedio- 14 años en prisión antes de ser ejecutado, por lo que, al final, su condena se convierte en 14 o más años de prisión más la pena de muerte, sino que también los familiares, tanto del infractor, como de la víctima, pasan todos esos años sufriendo en silencio y en espera de la ejecución del prisionero.
Ahí recuerdo el simbólico caso de uno de los connacionales condenado a muerte, que siempre se declaró NO culpable del asesinato de un policía en el condado de Harris (Houston), sin haber pruebas contundentes, más allá de testigos presionados por la policía, que lo apuntaron como el asesino, además de la presencia numerosa de hermanos policías, que cargaban fotografías de la víctima, su esposa e hijo, tratando de influir en el ánimo del jurado cada día del juicio que, al final, condenó a muerte al connacional.
Diez años más tarde, la suerte le sonrió al desdichado, cuando se consiguió que una famosa firma de abogados se hiciera cargo de su caso, pro bono, es decir, sin pago de honorarios, donde luego de un año de trabajo, tanto en campo, como de gabinete, logró echar abajo todas las pruebas, testimonios y excesos cometidos durante el juicio, por lo que una corte superior dio entrada a los argumentos y programó una nueva audiencia. Ahí se comprobó que el único delito cometido por el connacional fue haber estado en el lugar, hora y amigos equivocados, por lo que se declaró su inocencia. Cabe mencionar que, según reporte de la firma al estado de Texas, la defensa gastó cerca de un millón de dólares.
Lo triste vino después, cuando ya liberado y en México, el agraciado tuvo nuevamente el tino de estar en el lugar, hora y amigos equivocados, luego de haber aceptado un infame papel en una infame telenovela, donde, después de las infames grabaciones, aquel regresaba a su estado por carretera, donde se estampó con un tráiler y perdió la vida. Si bien, este desventurado salvó la vida y venció al sistema carcelario más grande de aquel país, la muerte lo acompañó siempre.
De regreso a Smith, son significativas sus últimas palabras al declarar que su ejecución con gas nitrógeno marcaba un retroceso para la humanidad, no sólo por la pena misma, sino por la forma de hacerlo, con gas nitrógeno. Y es que, generalmente, las últimas palabras de los reos condenados a muerte buscan el perdón de familiares y víctimas al verse al final del camino. Solo los verdaderamente pillos dejan huella hasta en su muerte, como aquel anglosajón que también salió de lo tradicional y al verse en las últimas, alzó su cabeza para ver al público presente, con los ojos desorbitados y llenos de ira y su cabello todo alborotado, diciéndoles: “you all can kiss my ass”.
Todo esto me recuerda en estas fechas santas que uno de los primeros crímenes cometidos por la humanidad, en nombre de la ley y la justicia -representada en ese entonces por el imperio romano-, fue precisamente el de Jesucristo, quien fue enjuiciado, sentenciado a muerte, torturado sin piedad y ejecutado cruelmente, mediante la crucifixión, que duró más de seis horas de agonía.
Aunque han cambiado los procedimientos y los métodos, el resultado es el mismo: asesinar en nombre de la ley. No hemos avanzado mucho.
Politólogo y exdiplomático