*Es el título de una canción escrita por Carlos Mejía Godoy, cantautor nicaragüense, quien vive hoy en el exilio, considerada como el segundo himno de ese país y que sirvió de canto nacional al triunfo de la revolución de 1979. Hoy está prohibida siquiera silbarla, por subversiva.
Cuando en la universidad se decidió apoyar y solidarizarse con Nicaragua, que había consumado su revolución en 1979, y que luego de una década seguía luchando -ahora- contra la contrarrevolución, atrincherada en la frontera con Honduras, nunca imaginé que el destino me uniría años más tarde a la historia de ese noble pueblo, azotado históricamente por tres grandes males: el poder, los desastres naturales y la pobreza. Aunque con un corazón tan grande y una naturaleza así de exuberante que la ha convertido en una sociedad resiliente, capaz de levantarse una y otra vez para brindar con un ron flor de caña o una cerveza toña y bailar una mazurquita, una polca y hasta un sobaqueado al ritmo de la música de don Camilo Zapata.
Por todo eso, Nicaragua ha sido siempre un país fascinante -un laboratorio social como lo definió alguno de sus muchos intelectuales-, donde todos los días sucede algo extraordinario. Y no es para menos; ahí todos y todas se consideran poetas, escritores, cantantes y pintores hasta que se les demuestra lo contrario o bien, excelentes conversadores -con ese tono golpeado que asusta en los hombres y que enamora en las mujeres-, además de buenos polemistas, pues cualquier tema lo analizan y desmenuzan como si estuvieran comiendo un buen vigorón, un chancho frito o un popular nacatamal, acompañado por un café calientito, un agua de cacao o una chicha bien fría.
Años más tarde (1996), se presentó la oportunidad de trasladarme a ese país -como parte del servicio exterior mexicano-, lo que fue el inicio de una larga relación que hasta hoy en día mantengo viva, pues la experiencia de seis años me marcó de por vida.
Mi primer encuentro con el poder, representado en ese momento por la Presidenta Violeta Barrios de Chamorro (1990 -1997) fue inolvidable, pues siempre la recordaba por imágenes de televisión, en su toma de posesión, con un impecable vestido color de paz y la banda presidencial azul y blanco, llegando al Estadio Nacional en carro convertible, donde fue vitoreada por sus partidarios, pero también abucheada por grupos sandinistas, en vista de su inesperada victoria electoral sobre el comandante Daniel Ortega en 1990.
Se trataba de una reunión con la comunidad cooperante en Nicaragua, que comenzó tarde a la espera de que la presidenta -doña Violeta, como le decían de cariño- llegará. No obstante, su arribo se dio casi al final del encuentro, cuando el funcionario que la representaba abrió los ojos y alzó las cejas al máximo, luego de que su mirada se enfocara en la puerta principal del salón -justo detrás de los invitados-, y anunciara con total felicidad la entrada de doña Violeta, quien, vestida informal, pero elegante, con su cabello corto y casi blanco, recorrió el pasillo central, repartiendo besos y abrazos al por mayor, hasta tomar su lugar en la mesa principal, únicamente para agradecer la presencia y despedirnos con un “diosito me los bendiga mis muchachitos”, con ese tono maternal y espontaneo que siempre le caracterizó, fuera de todo protocolo.
No me quedó duda, doña Violeta era la Mamá de los nicaragüenses -como se manejó en su campaña electoral- que, junto a su discurso de paz y reconciliación y su vestimenta blanca, se convirtieron en los elementos clave que explicaron, en parte, por qué la mayoría había votado por ella, en un voto oculto que enfureció a la cúpula sandinista, y que tuvo que aceptar la derrota en medio de presiones de la comunidad internacional, a la que no soporta desde entonces.
Poco después entendería que, en algún momento, doña Violeta también se unió a los sandinistas en contra de la dictadura de la familia Somoza, que gobernó Nicaragua por 45 años, sobre todo, luego del asesinato de su marido, el periodista Pedro Joaquín Chamorro, director del diario La Prensa, en 1978. Sin embargo, después del triunfo de la revolución y los primeros años de gobierno de la Junta de Reconstrucción Nacional, y antes de que concluyera el primer gobierno del comandante Daniel Ortega (1985 – 1990), ella había decidido abandonar sus filas para encabezar un nuevo proyecto, al frente de la Unión Nacional Opositora (UNO), que la llevaría a la presidencia de un país herido, cansado y empobrecido por la guerra.
Hasta ese momento comprendí que Nicaragua vivía en democracia, pues buena parte de su historia había sido rehén de las llamadas paralelas históricas, es decir, fuerzas políticas antagónicas, primero, entre conservadores y liberales y, posteriormente, entre liberales y sandinistas. Sin contar la invasión de los filibusteros, encabezados por William Walker, en 1856; las intervenciones de Estados Unidos en 1909 – 1925 y 1926 – 1933 a fin de terminar con sendas y sangrientas guerras civiles, cuyas tropas serían finalmente expulsadas del país en ese último año por el General Augusto Cesar Sandino, quien se rebeló a los acuerdos que el presidente Sacasa había hecho ya con los americanos, y cuya muerte -a manos de la recién creada Guardia Nacional-, daría paso al inicio de la dictadura de Anastasio Somoza García en 1935. Incluso, la historia da cuenta también de la pérdida de territorio nacional a manos de una “imperial” Costa Rica, que le arrebató la península de Nicoya, además de disputarle, hasta hace algunos años, la soberanía del Rio San Juan, “más nicaragüense que el gallo pinto”, dirían los más patrióticos, en un caso de varios años en la Corte Internacional de Justicia de la Haya.
Lo que nunca comprendí fue cómo al final del gobierno de doña Violeta, en 1997, ni ella ni la coalición de partidos dentro de la UNO hubieran sido capaces de crear una nueva fuerza política, que al tiempo que diera continuidad al proyecto, alejara al país de una nueva paralela histórica -ahora entre liberales y sandinistas- que, a partir de ese momento, se adueñó nuevamente del poder, para no soltarlo hasta ahora.
Sobre los desastres naturales, solamente diré que Nicaragua constituye una entidad geográfica en la cual estos fenómenos tienen una relación directa con la vulnerabilidad económica, social e institucional de la región –como diría el Dr. Jaime Incer Barquero, uno de los científicos más reconocidos en el país-, con consecuencias de diversa índole y magnitud. Hasta el año 2000, Nicaragua había sido epicentro de los más grandes desastres naturales de la región, entre terremotos, huracanes, tsunamis, inundaciones y deslaves que, de una u otra forma, impedían el desarrollo del país, ahondaban la pobreza de su gente y ampliaban los contrastes sociales.
Por ejemplo, el terremoto del 23 de diciembre de1972 -de 6.2 grados en la escala de Richter- destruyó buena parte de la ciudad de Managua, que nunca más pudo reconstruirse, ya que, para mala suerte, la capital del país se encuentra asentada sobre una serie de fallas geológicas que impiden la construcción de edificios a todo lo largo de las líneas. Asimismo, dicho fenómeno y sus dos réplicas causaron la muerte de casi 20,000 personas y otras tantas heridas.
Aquí recuerdo que otra de las consecuencias de la disputa entre conservadores y liberales -durante el siglo XX- fue la decisión salomónica de establecer la capital en Managua en 1929, luego que ésta cambiaba a cada rato -según quien gobernara-, entre la ciudad de León, al noroeste del país, tierra de liberales, y Granada, al sur del territorio, cuna del conservatismo -como se refieren a esta doctrina-. De ahí que por momentos parecieran ciudades más sólidas y desarrolladas que la desordenada y extendida Managua.
En septiembre de 1992, una ola gigantesca (tsunami) destruyó parte de la costa del pacífico de Nicaragua, al alcanzar una altura de 10 metros, provocada por un terremoto en el fondo del océano, que causó la muerte de 170 personas. En octubre de 1998 -encontrándome ya en ese país- el Huracán Mitch se detuvo (a 10 km por hora) en las costas del atlántico de Nicaragua, provocando lluvias torrenciales por más de diez días, de manera ininterrumpida, que dieron paso a inundaciones y el desbordamiento de ríos, así como la destrucción de puentes y otras estructuras durante su trayectoria. En ese mismo año, el Volcán Casitas, ubicado al noreste de la capital, sufrió un deslave (alud) a consecuencia de las lluvias acumuladas, que sepultaron a casi toda la comunidad de Posoltega, en el Departamento de Chinandega, donde murieron 3 mil personas.
Recuerdo que, en respuesta, México envió un avión Hércules con más de 100 efectivos del ejército, equipo y ayuda humanitaria, cuya labor principal se orientó al rescate y atención a víctimas de la zona, en virtud de que las autoridades fueron totalmente rebasadas por el fenómeno que, además, ocurrió un viernes por la noche, cuando todas las autoridades se disponían a disfrutar del fin de semana y, por tanto, estaban prohibidos los desastres, pues no había quien respondiera. La cruel broma que se hacía en esos días entre los nicaragüenses era que la ayuda de México había llegado más rápido que la de su propio gobierno.
En cuanto a la pobreza, vale decir que Nicaragua disputa históricamente el último lugar en el continente, a veces con Haití, luego con Honduras, ante la falta de un proyecto económico estable, que brinde confianza tanto a empresarios locales, como a inversionistas regionales o internacionales, que ven como principal ventaja del país la mano de obra barata y su explotación en las zonas francas del país, así como la razonable estabilidad política y social, por lo menos hasta abril de 2018.
Más allá de las cifras, es importante subrayar que la pobreza no sólo se ve y se siente en Nicaragua, sino que también se huele en esas calles y avenidas que expiran olores distintos, a veces a polvo y tierra, luego -cuando llueve-, a tierra mojada o una fuerte humedad que entra hasta los huesos y se queda impregnada para siempre en la ropa y en el alma de su gente.
Aquí no existe clase media: o estás arriba o estás abajo. Si subes llegas al cielo; si bajas, caes al infierno, donde vive más de la mitad de su gente. No hay más.
Mario Alberto Puga
Politólogo y ex diplomático