En el terreno hacendario, México se encuentra en un lugar muy inconveniente. En principio, contamos con una tributación débil e insuficiente para financiar los servicios públicos básicos. Los últimos datos comparables nos ubican como uno de los países que menos ingresos tributarios obtiene como porcentaje del PIB en América Latina (17% vs. el 22%-23% regional). Y a esta fragilidad estructural se suma el hecho de que el manejo de las finanzas públicas en los últimos sexenios deja mucho que desear, con todo y algunos buenos esfuerzos que todos los gobiernos han emprendido, incluso éste. Pero el resultado siempre es el mismo: tenemos finanzas deficitarias (y, ojo, el tamaño de los déficits está creciendo en la presente administración).

Aclaremos también que el problema de la hacienda pública es mucho más complejo que su mera falta de sostenibilidad. No hemos podido ‘administrar’ los incentivos políticos que buscan capturar al presupuesto, cuya vocación está extraviada. El modelo de gobernanza presupuestal —de la financiación y asignación del gasto— es débil. Ya no sirve para conseguir los objetivos actuales de desarrollo, y está vulnerando el cumplimiento de los derechos. El modelo fue caducando conforme fue cambiando el contexto político del país, y nos fuimos adentrando en una democracia electoral que impone mayores costos políticos a la recaudación, exacerba el gasto clientelar y promueve el control político a través del gasto.

La combinación de ingresos insuficientes y un andamiaje institucional que permite la arbitrariedad y la cooptación política del presupuesto se traduce en intervenciones públicas precarias en prácticamente todos los sectores relevantes para el desarrollo. En el actual gobierno, hemos visto cómo esta falta de recursos (que es real) se ha convertido en la excusa más conveniente para justificar la austeridad selectiva, la que habilita el uso del presupuesto como látigo de castigo para determinados actores: los órganos autónomos, INE, Inai y el Poder Judicial Federal... Este último está en el ojo del huracán desde hace rato. Ya se anunció que le tocará recorte de gasto en 2024, a pesar de que su presupuesto en 2023 ya es menor que el de 2018 y de que el pretendido latigazo puede coincidir con la ejecución de uno los mandatos más complejos para el Poder Judicial: la implementación del nuevo sistema de justicia laboral y del nuevo código de justicia civil.

Con independencia de momentos álgidos, la experiencia internacional recomienda establecer en la legislación un parámetro de gasto para el Poder Judicial, es decir, fijar un porcentaje mínimo (que no debe ser menor al 2% del gasto programable) para garantizar la independencia y asegurar su funcionamiento adecuado. Y aunque así no fuera: toda reducción o modificación presupuestal aprobada por la Cámara de Diputados, en especial de los ramos autónomos, deben motivarse y justificarse cabalmente con base en el análisis técnico de una instancia especializada, que permita a los legisladores conocer la factibilidad y los riesgos de tales reducciones. Algo así lo podría resolver, por ejemplo, un Consejo Fiscal apartidista, con capacidad y autonomía técnica y de gestión, como hemos sugerido desde México Evalúa.

Todo lo anterior son elementos del nuevo modelo de gobernanza al que aspiramos, y que urge. Un modelo que administre los incentivos del sistema político vigente y las necesidades de financiamiento público, para orientar el gasto al cumplimiento efectivo de los derechos, reconociendo el carácter democrático del Estado mexicano y la efectiva división de poderes.

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