A un año y casi cinco meses de la actual administración, hemos visto una preocupante centralización del poder y un debilitamiento progresivo de varias instituciones y organismos que servían como contrapeso de las acciones y decisiones del Ejecutivo.
El poder es ejercido por un grupo político caracterizado por la cerrazón, que suele descalificar las opiniones que discrepan de las suyas, y que retuerce toda crítica o cuestionamiento para presentarlo como una deslealtad.
Cualquier gobierno, de cualquier orientación ideológica, está obligado a preservar y fortalecer la seguridad, la salud y el empleo, además de conservar la respetabilidad de las instituciones. Cuando se promueven retrocesos en cualquiera de estos pilares, se afecta la gobernabilidad.
Bajo la consigna de que todo lo construido en el pasado es reflejo de un régimen corrupto, se ha iniciado un desmantelamiento sin miramientos -y sin ningún análisis profundo- de lo que existía. Se han cancelado programas y se instrumentado un debilitamiento generalizado de nuestras instituciones por las vías política, legal y presupuestal.
Cada embate presidencial contra los órganos autónomos o incluso contra el Poder Judicial. Estas medidas, aunque son presentadas a la opinión pública como ejercicio de purificación política, tienen otro trasfondo más peligroso: torpedear el sistema de frenos y contrapesos, en favor de un proyecto profundamente autoritario.
Con el pretexto de una política de austeridad , se apuesta a una estructura de gobierno con capacidades mermadas, lo cual se está consiguiendo mediante despidos y disminución de salarios, sin ninguna consideración por el servicio profesional de carrera. Los recortes de personal no han sido eficientes, al contrario, han dinamitado la eficiencia y eficacia de muchas dependencias y secretarias, de ahí los resultados que hoy presentan.
México vive el peor de los escenarios en mucho tiempo, con un gobierno que insiste en derrochar recursos en proyectos gigantescos que no tienen ningún sentido; en momentos en los que se derrumba a menos cero el precio del petróleo, con niveles de criminalidad y violencia que son una pesadilla, y una pandemia que, para colmo, nos toma con un Seguro Popular desmantelado y en medio de fuertes desabastos en el sector salud.
Todo lo anterior, constituye un conjunto de amenazas a nuestra convivencia, a nuestra estabilidad y a nuestra gobernabilidad. Ante este panorama, debemos alertar que la contingencia sanitaria por el covid-19 podría fortalecer autoritarismo y servir como pretexto para imponer medidas que pasen por encima de los derechos humanos . Por lo pronto, hemos sido ya testigos ya de propuestas legislativas que tienen una clara definición autoritaria, como la presentada hace unos días, a manera de amago, en materia de suspensión de garantías, o el gravísimo decreto que pretende que el Ejecutivo determine y ejerza a su entera discreción la totalidad del presupuesto. Afortunadamente ésta última -por ahora- no pasó.
La oposición hizo un bloque para detener este atropello. Ojalá los partidos que forman parte del Congreso entiendan que solo así, sin venderse y tomando como suyos los intereses de la nación, es como realmente pueden ser un contrapeso real.
Es urgente poner fin a las acciones e iniciativas que atentan contra la división de poderes, y contra la autonomía e independencia de muchas de nuestras instituciones.
Deben reorientarse los enormes recursos destinados a proyectos que no tienen vocación social ni sentido económico, a la atención de la emergencia sanitaria y el rescate del sistema de salud; al rescate de instituciones y programas sociales mutilados o eliminados durante los últimos meses; a los apoyos que urgentemente necesitan miles de pequeñas y medianas empresas, y a la atención a fondo de la emergencia en materia de seguridad.
Fortalecer la gobernabilidad implica reactivar el diálogo político con todos los sectores; oír las voces críticas, aunque no se esté de acuerdo con ellas. Sólo así garantizaremos la calidad de la convivencia democrática.
* Colaboró Juan Carlos Romero.