Las personas salen de sus países por diversas razones, pero, en el caso de los migrantes indocumentados dejan sus lugares de origen porque quieren escapar, huir de la situación que viven en sus países. La pobreza y la violencia son detonadores de esta migración.

Estas personas, que son forzadas a migrar porque no encuentran esperanza en sus países, se exponen a desgracias como la sucedida el pasado 27 de junio, cuando un tráiler que escondía a migrantes en su caja fue abandonado bajo temperaturas de calor extremas en San Antonio, Texas. De los 53 que fallecieron, 27 eran mexicanos. Ya hay varios detenidos y la investigación avanza. En contraste, en la tragedia ocurrida en Chiapas a finales de 2021, que dejó un saldo de 56 muertos y 115 heridos, no hay aprehensiones ni datos públicos de la causa. Esa es la diferencia, o, podríamos decir, la indiferencia de las autoridades mexicanas.

Casos como estos y muchos otros actos atroces cometidos contra los migrantes son parte del dramático panorama humanitario que compartimos con nuestro vecino del norte, pero aún no está claro si, en la reunión que sostuvieron esta semana, los presidentes de México y Estados Unidos llegaron a acuerdos concretos sobre este tema. El comunicado conjunto habla de generalidades, no de programas de desarrollo regional, ni de garantías de respeto a los derechos humanos.

Es lamentable que, sin estar Donald Trump en el poder, su política antimigrante todavía afecte a ambos países. El presidente Joe Biden no ha logrado consolidar sus promesas de campaña y aún prevalece la falsa idea de que los migrantes son una amenaza a la seguridad nacional.

El gobierno mexicano continúa la política dictada por Trump. Como él pidió, la frontera sur sigue militarizada. El Instituto Nacional de Migración, acompañado del Ejército, mantiene la contención (y agresión) de los indocumentados que llegan a México. Como señaló el maestro Tonatiuh Guillén, Chiapas se ha convertido en una especie de prisión al aire libre en donde todos los derechos de los migrantes se violan.

De manera paradójica, mientras mantiene el control militarizado de la frontera, el gobierno también ha permitido que crezcan y se empoderen grupos dedicados al tráfico de armas, drogas y personas.

Tapachula, Chiapas, se ha convertido en un foco rojo. Con una población menor a los 355 mil habitantes, sin diversidad de actividades turísticas, es una ciudad visitada por personas de múltiples nacionalidades, no solo de Centro y Sudamérica, como ya ocurría tiempo atrás, sino también de lejanos países de Asia y África.

Tapachula se caracterizaba por altos niveles de violencia social, pobreza y explotación. Pero en los últimos años se transformó en un centro de operaciones para los traficantes de personas. Esto sucede a la luz del día, bajo la mirada del Instituto Nacional de Migración y del Ejército y la indiferencia de quienes están obligados a investigar: la Fiscalía General de la República y la fiscalía estatal.

Las preguntas resultan obvias. Los migrantes no llegan por azar y menos desde otros continentes. ¿Quién arregla los traslados? ¿Quién se encarga de alojarlos y transportarlos? ¿A ninguna institución bursátil le extraña recibir depósitos de países tan diversos? ¿Quién arregla sus visas? ¿Quién les falsifica documentos? Además de los lugareños y los curiosos, ¿nadie más nota la variedad de nacionalidades que ahí confluyen?

El gobierno debería responder a todas estas preguntas, investigar las redes de macrocriminalidad, combatir la corrupción de las instituciones, dejar de estigmatizar, perseguir y violentar. Criminalizar a los migrantes indocumentados, como lo ha hecho hasta ahora, no es la solución, solo es hacerle el trabajo sucio a Estados Unidos. (Colaboró Genaro Ahumada)


Presidenta de Causa en Común
 

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