Los grupos criminales en México se hacen presentes desde Chiapas hasta Tamaulipas cometiendo todo tipo de atrocidades y exhibiendo su poderío. ¿Por qué lo hacen? Porque pueden y nadie los detiene. Cada día en más zonas del país no hay Estado: los criminales controlan el territorio, cobran tributo (extorsionan) y ejercen el uso de la fuerza.
El cultivo y trasiego de drogas —al igual que la tala clandestina, la trata de personas, el tráfico de migrantes y de armas— son solo parte del negocio criminal. Ahora también se adueñan de las cadenas productivas, tienen sometido al transporte público y a los sectores comercial y minero; cobran derecho de piso y asesinan. ¿El límite? su imaginación. Mientras, la Guardia Nacional, el Ejército y la Marina tienen una presencia casi simbólica en las calles.
Lo constatamos una vez más el fin de semana pasado con la entrada vitoreada (por miedo o gusto) al Cartel de Sinaloa en Chamic, Chiapas. Pobladores amontonados dando la bienvenida y grabando en sus celulares a un ejército de criminales distinto al CJNG, pero igual de sanguinario. La lucha de estos grupos por quedarse con el jugoso negocio de tráfico de migrantes, drogas y armas tienen a la población en vilo. Habiendo sido Chiapas el cuarto estado con menor violencia en 2010, ahora en el estudio “Galería del horror” de Causa en Común vemos que se multiplican las atrocidades en el estado, al pasar de 45 en 2021 a 119 en 2022. Pese a la evidencia “la gran víctima” de Palacio insiste que esta es propaganda en su contra.
Pero la entrada “triunfal” en Chiapas del cartel de Sinaloa, en esencia no es distinta a lo que se vive en otros lugares; por ejemplo, este mismo año en Chilpancingo, Guerrero el grupo criminal Guerreros Unidos protagonizó una nutrida marcha social. En muchos territorios en los que el Estado es practicamente inexistente, no tengamos duda, los criminales forzarán a la población a votar por sus candidatos e incluso podrían desestabilizar las elecciones en 2024.
Nosotros como sociedad civil junto con los empresarios y las iglesias deberíamos asumir que estamos en emergencia y actuar. Las alertas están ahí: los territorios tomados por los criminales, la impunidad, la militarización de las instituciones, los ataques del presidente a la Corte y el ejercicio discrecional del poder, por mencionar solo algunas.
Lamentablemente, todo indica que el sentido de urgencia no lo comparten todos. El pasado fin de semana se perdió una gran oportunidad. El Diálogo Nacional por la Paz organizado por la Iglesia Católica finalizó con un acuerdo ciudadano en construir una red nacional por la paz. El documento parte de reconocer que la violencia que vivimos es intolerable, pero termina con una tibia exigencia a los órdenes de gobierno.
Si la Iglesia reconoce que la violencia ya es intolerable, no se explica que el pronunciamiento no fuese contundente. La iglesia pudo haber movilizado al país, pero prefirió seguir en el silencio que lo ha caracterizado estos 5 años. A excepción de contadas excepciones como las declaraciones de los obispos de Apatzingán y de San Cristobal de las Casas o las de los Jesuitas, no se ha visto el poder de la Iglesia reflejado en favor de las víctimas y de las instituciones.
Por último, un botón más de alerta, a nueve años de la desaparición de los 43 jóvenes de Ayotzinapa, como bien explica John Gibler en su análisis, López Obrador ordenó dinamitar la investigación para evitar que los responsables vayan ante la justicia. Si a esto se atrevió en el caso más emblemático que prometió resolver, ¿que podemos esperar que haga ante la falta de Estado en muchos territorios? Nada, absolutamente nada. (Colaboró Nancy Angélica Canjura Luna)