El pasado 10 de octubre se celebró el día mundial de la salud mental. Uno de los temas prevalecientes ha sido el de las consecuencias de la pandemia en la salud mental de la población, sobre todo en los trabajadores del sector salud, los niños y adolescentes. El confinamiento por la COVID-19 ha aumentado los factores de riesgo para la depresión, ansiedad y situaciones como la violencia familiar y el suicidio, que en el 2020 registró la cifra más alta según el INEGI: 7,896 defunciones.

Sin embargo, hay un tema recurrente que, lamentablemente, al normalizarse hace que perdamos de vista sus consecuencias en todos los ámbitos de nuestra vida. Me refiero al impacto que tiene el aumento de la inseguridad y violencia en la salud mental de la sociedad.

En recientes días han ocurrido sucesos que muestran la urgencia de la vinculación y atención del crimen y la salud mental. Algunos ejemplos son el enfrentamiento que ocurrió el 7 de octubre en Guerrero, el hecho dejó un muerto, escenas de pánico y una estampida de personas que intentaron huir por el miedo. En Zacatecas, el 10 de octubre se desató el pánico y horror en un torneo de fútbol infantil, pues niños y padres de familia fueron testigos de un ataque armado que dejó cuatro policías acribillados. Las escenas de papás y mamás protegiendo a sus hijos, gritando, tirados al suelo debería conmovernos, sacudirnos, pero a lo más, se queda en la anécdota o en la nota periodística. ¿Lograron conciliar el sueño todas esas familias afectadas por la violencia? ¿se sienten tranquilas después de haber estado en peligro? ¿Cómo crecerán sus hijos e hijas?

Situaciones similares se repiten a diario y las consecuencias no son sólo las víctimas mortales, sino el estrés postraumático, la depresión, paranoia y otros trastornos que pueden afectar la salud mental de quienes los atestiguan.

La Organización Mundial de la Salud señala que la salud mental no es sólo la ausencia de trastornos mentales, es un estado de bienestar en el cual el individuo se da cuenta de sus propias aptitudes, puede afrontar las presiones normales de la vida, puede trabajar productiva y fructíferamente y es capaz de hacer una contribución a su comunidad. En México, ¿cómo podemos tener un estado de bienestar si atravesamos uno de los periodos más inseguros y violentos?

La posibilidad de que se ponga atención en la relación de la inseguridad y violencia con la salud mental, no es muy optimista; pues si varios de los delitos que se cometen quedan impunes, ¿qué podemos esperar de la atención postraumática a sobrevivientes y testigos de los delitos? Nos encontramos en una severa crisis. En materia de seguridad seguimos sin una verdadera estrategia, en salud pública enfrentamos varios problemas como el desabasto de medicamentos; por lo que difícilmente se puede pensar en un mayor interés por la salud mental de la sociedad, pero no por ello se debe de dejar de demandar que se atienda.

El contexto nos dice que son indispensables las aproximaciones sociológicas que trasciendan los enfoques meramente policiacos, que permitan la comprensión de las realidades locales, y que contribuyan a la construcción de políticas de seguridad, de prevención y sociales, que respondan a las realidades de cada comunidad y región del país. Además, es evidente que la acumulación de

violencias y atrocidades refleja patologías graves que presentan un reto social mayúsculo. A los enfoques policiales y sociológicos, deben sumarse enfoques psicológicos. Por ello, contrario al desmantelamiento prevaleciente de estructuras y programas del sector salud, deben éstos fortalecerse e incluir, de manera prioritaria, la atención psicológica especializada a escala nacional.

Colaboró Denisse Valdés

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