El mes pasado, fueron hallados 19 cuerpos calcinados de migrantes en la frontera norte, en Camargo, Tamaulipas. Hasta ahora, se han identificado 16 víctimas, 14 de ellas de origen guatemalteco, y dos de origen mexicano. De acuerdo con los gobiernos, federal y locales, se sigue investigando este hecho, con al menos 12 policías estatales detenidos y ocho funcionarios migratorios separados de sus cargos. Sin embargo, esta atrocidad no es un caso aislado. Durante la presente administración, la política migratoria se alejó aún más de la protección y defensa de los derechos de los migrantes, militarizando las fronteras y generando una crisis humanitaria.
Antes del inicio de la actual administración federal, el equipo del presidente López Obrador planteó una política migratoria enfocada en el respeto de los derechos humanos y en el desarrollo socioeconómico de la región sur del país y de Centroamérica, para reducir el desplazamiento de personas en las fronteras. Incluso, se ofreció recibir a los migrantes “con los brazos abiertos”. Fue mentira. Las presiones de Donald Trump convirtieron a nuestras Fuerzas Armadas, disfrazadas o no de Guardia Nacional, en policía migratoria de Estados Unidos y a la frontera con Centroamérica, en su anhelado muro fronterizo.
Además, en los hechos, México aceptó ser “tercer país seguro”, lo que ha significado que los miles de migrantes que son deportados y quieren esperar una audiencia migratoria, se quedan en México en condiciones deplorables.
Ante estos sucesos, el gobierno mexicano decidió no hacer nada más, dejando que los coyotes y los traficantes de personas sigan impunemente operando y encareciendo “el servicio”. Hace poco se dieron a conocer, en Animal Político (1° de febrero), algunas entrevistas sobre la realidad de los migrantes durante estos dos años, dando cuenta del infierno que muchos de ellos tuvieron que vivir en su tránsito migratorio, maltratados e incluso secuestrados por organizaciones delictivas; ahí señalan también casos de asesinatos. Esta crisis humanitaria se agravó con la pandemia. Estados Unidos decidió cerrar su frontera, y los albergues y estaciones migratorias en México han permanecido saturados, convirtiéndose en centros de infección.
A más de dos años de la actual administración, hay una deuda pendiente con los migrantes. No sólo no se les recibió con los brazos abiertos, sino que se agravaron y llevaron al extremo los peores rasgos de una política migratoria que oscila entre la indolencia y la represión. Un país de migración, como es México, se ha convertido en un ejemplo internacional de hipocresía en materia migratoria. Incluso en el discurso presidencial se sigue escuchando que este gobierno es el que “más protege los derechos humanos”. Y lo dice después de haber desaparecido del mapa a la Comisión Nacional de Derechos Humanos, y después de haber dejado sin presupuesto a la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas. Lo dice mientras continúa militarizando al país, sin pausa ni recato. Del Instituto Nacional de Migración, poco hay que comentar; depende formalmente de Gobernación, una Secretaría fantasma, y en los hechos es manejada… sí, adivinó usted, por militares.
La llegada de Joe Biden abre la oportunidad de un cambio. No, desde luego, por iniciativa de un gobierno mexicano al que no le importan los migrantes, y al que no le gustan las instituciones civiles, de seguridad o de lo que sea. Sin embargo, si bien sabemos que nuestro gobierno no escucha a las víctimas, también sabemos que sí atiende a los más fuertes. Por ello, hay esperanza de que desde el norte se planteen formas más constructivas y humanas de atender un drama humano que a nadie debería dejar indiferente, y que al gobierno mexicano no le quede más remedio que escuchar.
(Colaboró Raúl Rosales)
Presidenta de Causa en Común.