México vive un contexto de crecientes violencias que ha provocado afectaciones en la salud mental de la población. Es particularmente grave en territorios de extrema violencia que, además, suelen ser también los lugares más empobrecidos.
Todos los días escuchamos casos que horrorizan. Sin embargo, la indignación se va apagando y las historias se dejan en el olvido. Sin embargo, que no se hablen no significa que dejen de existir. Como mexicanos, tenemos que recuperar el sentido humano detrás de estas atrocidades y poner la lupa en la atención a la salud mental de las personas que viven en zonas donde las violencias son cotidianas.
El martes pasado fue el Día Mundial de la Salud Mental que tiene por objetivo aumentar la conciencia y movilizar los esfuerzos para mejorarla. Sin embargo, en México el deterioro de la salud mental es un problema poco atendido, eso explicaría que este día pasó casi desapercibido. Esa falta de interés se ve reflejado en la ausencia de programas específicos y en el magro presupuesto. Contrario al estándar marcado por la OMS, de al menos destinar el 5% a la atención de la salud mental del presupuesto de Salud, aquí solo se destina un 1.4% que, además, está disperso y mal utilizado.
Esto tiene como consecuencia que las poblaciones afectadas por las violencias no se atiendan enfermedades como depresión, trastornos por estrés postraumático, ansiedad o el consumo de sustancias, lo que también ha ocasionado que se incremente el riesgo de conductas suicidas. Tampoco se atienden las consecuencias a la salud mental de la violencia colectiva, que se da cuando un grupo con identidad propia ejerce de manera sistemática violencia hacia otros grupos de individuos con el objeto de obtener control económico, político o social, como es el caso de las pandillas, los cárteles y los agentes estatales.
Para saber el peso que está teniendo la violencia colectiva en la salud mental en México, hacen falta muchos más estudios, sin embargo, con las investigaciones existentes nos dan una idea de la gravedad que viven muchas comunidades mexicanas, en donde se identifican al menos tres fenómenos.
El primero es la ruptura de la red social, las personas tienden a aislarse porque perciben un entorno violento; esto rompe la resiliencia comunitaria, e incluso la capacidad de gobernanza de las propias comunidades. El segundo es un fenómeno de trauma histórico, las comunidades quedan marcadas por un suceso de dolor y muchos ritos o formas de relacionarse, empiezan a girar en torno a ese evento traumático. Y por último la normalización de la violencia, que ocurre cuando una comunidad está expuesta a un conflicto crónico.
Si tratamos de imaginar la violencia en comunidades como Apatzingán (uno de cientos de ejemplos), se comprende que además de trastornos emocionales individuales hay trastornos colectivos, como la desintegración del tejido social, la desaparición de espacios comunitarios y la ansiedad frente a la amenaza continua. Si a ello le sumamos la pobreza y la falta de programas de salud focalizados para brindar apoyo psicológico, entonces se comienza a entender el significado de padecer violencia en total abandono.
Para atenderlos sin duda son muy importantes proyectos de organizaciones sociales o colectivos de víctimas, que buscan sanar sus heridas de la mejor manera posible. Lamentablemente resultan insuficientes ante la magnitud de la tragedia. Se requiere urgentemente una política pública intersectorial dirigida a la atención de la salud mental de las poblaciones afectadas que incluya intervenciones psicosociales, ya que, sin atender la salud mental de las poblaciones violentadas, incluso llevar programas de desarrollo económico serían poco productivos, debido a que la carga del trauma es tan grande que limita las capacidades de trabajo.
Los ciudadanos debemos recuperar el sentido humano y exigir a quienes pretenden gobernarnos un programa de Salud Mental acompañado de un presupuesto suficiente para las poblaciones que sufren violencia extrema. (Colaboró Fernando Escobar Ayala)