Tengo la certeza que sí hay un dolor mayor a la muerte de un hijo, su desaparición. Para nuestra desgracia, las desapariciones se han convertido en una monstruosa práctica que va en aumento y que las autoridades políticas ocultan.
En México desde los años 60, las desapariciones tienen un motivo político a fin de mermar los movimientos guerrilleros y eliminar a los opositores. A partir de 2006 esta situación cambió. De acuerdo con el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas, del 1 de diciembre de 2006 al 30 de marzo de 2023 se tiene registro de 93,897 personas desaparecidas y no localizadas. Tan solo en lo que va del sexenio de López Obrador, más de 36 mil personas se sumaron a esta cifra.
Es decir, ahora el promedio diario es casi de una treintena de familias que inician la desesperada y dolorosa búsqueda de una persona que aman y que alguien decidió desaparecerla. Una realidad que obliga a las colectivas de familiares a salir a buscar a sus seres queridos con pico y pala a pesar del temor de perder su vida en el intento.
Las desapariciones son principalmente a consecuencia del tráfico de drogas, del reclutamiento forzado, la trata de personas y el ajuste de cuentas. Estos “levantones” considerados como una variante de secuestro efectuados por grupos criminales se convierten en una estrategia sistemática para provocar terror, demostrar poder y evadir la justicia.
El país por tanto tiene un fenómeno híbrido de desaparición forzada, siguen presentes las desapariciones como mecanismo de persecución, represión u ocultamiento por parte de agentes del Estado y como parte del sustento de las economías criminales.
Las autoridades y los criminales han encontrado dos formas para ocultar personas asesinadas. En la primera, las fiscalías ya sea por falta de recursos materiales y humanos, o por complicidad sepultan en sus propias fosas a más personas de las que tienen carpeta de investigación (CI). Por ejemplo, en Tetelcingo, Morelos, por presión de madres buscadoras y con el apoyo del activista Javier Sicilia se abrió una fosa de la fiscalía estatal en 2017. Exhumaron 117 cuerpos, de los cuales 34 no tenían una CI.
La segunda es, que en los últimos cuatro años hemos visto una ligera tendencia a la baja en los homicidios, pero también un mucho mayor número de desaparecidos. Como el método de recolección de datos de homicidios y desapariciones es distinto, los criminales encontraron una forma de evadir la justicia. Y las autoridades aliviadas de que así sea.
Al esconder los cuerpos bajo el suelo, los gobiernos presumen una baja en la incidencia de homicidios dolosos, aunque en realidad no es así. El periódico El Noreste en Sinaloa en su reportaje “Sin cuerpo no hay delito” muestra que, desde 2018, al entrar los militares como directores de seguridad, el número de desaparecidos superó los homicidios dolosos. Algo que no sucedía antes.
La corrupción y la impunidad son componentes que impulsan el aumento de desaparecidos. Sí hay solución, aunque es compleja y hoy imposible por quien nos gobierna. Como ha señalado Jacobo Dayan, “es humanamente imposible investigar caso por caso, se deben investigar por fenómeno criminal, que la justicia abarque a toda la red incluyendo los responsables políticos”. De no ser así, seguiremos con 50 sentencias condenatorias en un mar de al menos 104 mil desaparecidos.
La paz no llegará mientras estemos sustituyendo muertos encima de la tierra por desaparecidos debajo de ella.
Tomaré un breve descanso, para volvernos a leer el próximo 22 de abril. (Colaboró Luis Carlos Sánchez)