El escritor George Orwell dijo “Si la libertad significa algo, es, sobre todo, el derecho de decirle a la gente aquello que no quiere oír”, lo que se ha mantenido vigente a lo largo de la historia de la libertad de prensa; sin embargo, más que un derecho, es una conquista diaria, que adquiere un tinte de osadía cuando “la gente” que no quiere escuchar es un grupo de poder.
México ocupa el lugar 143 entre 180 países en la Clasificación Mundial de la Libertad de Prensa 2021, establecida por Reporteros Sin Fronteras. Es uno de los países más mortíferos para ejercer el periodismo. De 2000 a julio de 2021, la organización Article 19 ha documentado 141 asesinatos de periodistas en el país, en posible relación con su labor. Muchas de las víctimas en ese conteo fueron silenciadas por expresar inconformidad con gobernantes y políticos, sobre todo en el ámbito local, y, a pesar de que este no es un asunto menor, palidecen ante la censura que ejercen grupos criminales, que extienden sus brazos de influencia ante la inacción de las autoridades.
Recientemente se ha dado a conocer que medios de comunicación nacionales, como El Universal, Televisa, y en particular contra Azucena Uresti, presentadora del noticiero Milenio, fueron amenazados por presuntos miembros del denominado Cártel de Jalisco Nueva Generación. La impunidad con la que se dan estas amenazas a medios de cobertura nacional nos permite imaginar la situación que se vive a nivel local, donde desde hace años se habla de “zonas silenciadas” en las que los grupos delictivos determinan qué puede informarse y qué no. ¿Con qué libertad se puede informar sobre la violencia que se vive en México cuando la vida de los comunicadores está de por medio?
Desde 2012 existe en el país una ley de protección a periodistas y activistas, que derivó en la implementación del Mecanismo Federal de Protección a Personas Defensoras de Derechos Humanos y Periodistas. Esta institución debería operar para brindar seguridad a personas que sean amenazadas por el ejercicio de su libertad de expresión y debería funcionar a través de una junta de gobierno que evalúa el caso una vez que recibe la solicitud de protección, y en un plazo máximo de 3 horas determina el tipo de proceso a seguir y el tipo de seguridad que se debe proporcionar. Sin embargo, esto no sucede en la realidad.
A pesar de que México ha dado un paso importante con la publicación de dicha ley y el reconocimiento de la responsabilidad del gobierno en la defensa de la libertad de expresión a través de la protección de la integridad y la vida de periodistas y activistas, de 2012 a la fecha no se ha reforzado este compromiso. Incluso, desde 2016 se han disminuido los recursos que se asignan a esta labor.
El presidente López Obrador se pronunció respecto del caso de Azucena Uresti con su solidaridad y compromiso de brindarle protección a ella y su familia; sin embargo, no se dice qué se plantea hacer para que no queden impunes estas amenazas; no hay una estrategia de prevención de la censura o de atentados contra periodistas y defensores de derechos. Únicamente se les ofrece un proceso burocrático para acceder a medidas de protección reactivas.
De igual forma, los comunicadores se enfrentan a la denostación constante por parte del jefe del Ejecutivo, a la imposición de su agenda mediática, a su polarización entre lo fifí o conservador y lo que sí le gusta oír. ¿Cómo proteger la verdad y la libertad si lo que no conviene leer o escuchar se pone en el centro para usarlo como motivo de escarnio?
(Colaboró Angélica Canjura)