No es percepción, ni un tema de ideología, los hechos son claros y contundentes: la crisis de inseguridad padecida por millones de mexicanos se ha agravado. Los niveles en homicidios, feminicidios, secuestros y extorsiones en México alcanzan cifras históricas y el gobierno federal y los gobiernos estatales han sido incapaces, pese a promesas de campaña, de detener esta escalada de violencia.

Las masacres, como la ocurrida en los límites de Chihuahua y Sonora, en la que asesinaron a mujeres y a niños, o la de Michoacán, en la que murieron 13 policías estatales, se repiten todos los días. El autogobierno en los penales y el control de ciudades enteras por parte del crimen organizado se han convertido en el común denominador del país.

En cualquier parte del mundo, esto sería razón suficiente para exigir renuncias de los responsables de la seguridad, o, al menos, se esperaría que los funcionarios las presentaran, pero como no parece que eso vaya a suceder, lo menos que podrían hacer es tener la humildad, congruencia y autocrítica de cambiar y rectificar las decisiones que se han tomado en materia de seguridad.

Día con día, la lista de víctimas de la violencia e inseguridad en México aumenta. Lo ocurrido con las familias LeBarón y Langford es desgarrador, y deja en claro la facilidad con la cual los criminales pueden tomar una vida, cualquier vida. La barbaridad que se cometió contra esa comunidad subraya el drama del que ya ha dado cuenta la CNDH: el número de niños, niñas y adolescentes víctimas de la violencia ha aumentado en un 185% en los últimos 10 años, siendo 2018 el más violento... quizá hasta que conozcamos las cifras de este año. El caso de Chihuahua, con una tasa de homicidios de niños, niñas y adolescentes de 16 por cada cien mil habitantes, supera por mucho la tasa nacional, que es de 3.

¿Y cuál ha sido la respuesta? Desde el inicio del sexenio, se decidió desmantelar las instituciones de seguridad pública. Se eliminó a la Policía Federal, apostando por un cuerpo militar, la Guardia Nacional, que además se utiliza para detener migrantes. Igualmente, se han reducido los presupuestos, ya de por sí insuficientes, para las policías locales. No sabemos qué ha sucedido con las capacidades de inteligencia del Estado mexicano, salvo que se usan para investigar a tuiteros incómodos. Si a esto le sumamos los mensajes conciliatorios al crimen organizado, no es de sorprender que haya un serio cuestionamiento a la viabilidad de nuestro Estado de derecho. Si las instituciones que tenemos no encajan o no les parecen útiles a los nuevos funcionarios, que las modifiquen o fortalezcan, pero no es destruyéndolas o profundizando una militarización, como se resuelven los problemas de seguridad pública. De hecho, se nos dice que la muerte de inocentes en operativos de gobierno, los mal llamados “daños colaterales”, ya se terminaron, y nos lo dicen justo después del fallido operativo en Culiacán, en el que hubo 13 fallecidos.

Las Fuerzas Armadas, con su disfraz de Guardia Nacional, no deberían estar haciendo trabajo policial.  Si no es posible ya justificar la militarización, y ya no existe la Policía Federal, ¿cuáles son entonces las opciones? Por lo pronto, dejar de seguir culpando a gobiernos anteriores. La responsabilidad hoy es de los actuales gobiernos, el federal, los estatales y municipales, y son ellos los que deben responder. Y desde luego, fortalecer a nuestras instituciones civiles.

Como dijo Javier Sicilia en su carta a Julián LeBarón, es tiempo de volver a sentar al poder a dialogar. El enfoque del gobierno no está funcionando, y la desconfianza en las instituciones de seguridad y procuración de justicia es cada vez mayor. No pueden ni deben ignorarse las exigencias de paz y justicia, y éstas no pueden basarse en el perdón para asesinos, y en una falta de empatía por las víctimas. El gobierno hará bien en entender que urge rectificar y que la sociedad está abierta al diálogo.


Presidenta de Causa en Común.
@MaElenaMorera

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