Esta semana ocurrió un golpe a la vida institucional de una de las democracias más sólidas del mundo: la americana. Las presiones, ¡del propio Presidente!, para torcer el resultado de la elección presidencial en su favor estuvieron a punto de quebrantar su esencia constitucional. Los hechos son conocidos: después de perder las elecciones, Donald Trump intentó anular, sin éxito, la votación en Estados donde había ganado el presidente electo, Joe Biden.
En su intentona llegó al colmo de presionar al vicepresidente Pence para que, en abuso de su función prácticamente protocolaria, no contara un determinado número de votos electorales y declarara ganador a Trump. Convocó a sus seguidores en Washington y exacerbó los ya de por sí exaltados ánimos para impulsar a la turba a tomar, de manera violenta, el Capitolio, emblema de la democracia representativa estadounidense. Envalentonados, algunos de ellos armados, tomaron la sede del Congreso con violencia, ante una policía que se vio sorprendida y vencida. El uso de armas de fuego, más allá de la discusión —superada ya en la sociedad americana— sobre la legitimidad en su uso, refleja que no estaban preparados para contención de masas.
Las comparaciones con el caso mexicano son inevitables. La impugnación por la vía de los hechos de una elección presidencial resuelta en los órganos electorales constitucionales y la toma violenta del Congreso para torcer el resultado de las urnas en favor del perdedor evoca los hechos de la elección de 2006, donde estuvo por consumarse un golpe constitucional si se hubiera logrado evitar como se pretendió la presencia del presidente electo, y se hubiese tenido que llamar a un presidente interino.
Han sido muchas las veces que se ha intentado forzar la voluntad del Congreso, a través de todo tipo de grupos de presión, que actúan de manera violenta e impune. En EU, hoy se está deteniendo a los responsables; en México, eso sería impensable, gana la impunidad. No obstante, hay que reconocer que las fuerzas del orden en México han logrado desarrollar una capacidad de control de masas sin recurrir al uso de la fuerza letal.
Es evidente que el populismo pasa de la mentira contumaz, al asedio de las instituciones y finalmente a la imposición del capricho de un hombre por encima de la voluntad popular. Como bien dice Luis Espino, “las instituciones no se defienden solas”, en el caso americano, la decisión de Pence de no prestarse al juego, la reacción de los medios de comunicación, de las empresas de las redes sociales, revelan un compromiso que salvó a la democracia americana. En México, sin embargo, es muy probable que no tengamos las mismas defensas que mostraron las instituciones americanas. Necesitamos defender la democracia mexicana, ante un poder presidencial exacerbado que ha comenzado el asedio a las instituciones democráticas. Lo que vimos en EU es una llamada de alerta que no podemos ignorar.
En medio de esto se suscitó una discusión con respecto a la cancelación de las cuentas en redes de Trump por usarlas para divulgar hechos falsos e incitar a la violencia. Debe defenderse la libertad de expresión, pero ésta no es absoluta. Tiene los límites de la libertad de otros y desde luego, el interés público. Hay un conflicto de intereses entre el derecho privado de la libertad de expresión, y el derecho público de la legalidad, el orden, la vida institucional. Hay mucho qué reflexionar sobre la responsabilidad de los líderes en el ejercicio de esa libertad, pero ya será materia de otro artículo.
Abogada
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