El Presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación es la cabeza de uno de los tres poderes de la Unión y debería ser el guardián de este cuerpo colegiado que es “la voz de la Constitución”. Esa noble y elevada tarea pública no debiera renunciarse, como tampoco debería delegarse en quien no tuviera la capacidad e integridad para llevarla a cabo.
En un famoso libro de Sociología se cita al maestro Rafael Preciado Hernández que, inspirado en Jacques Maritain, explicaba: “Llamamos autoridad al derecho de dirigir y demandar, de ser escuchado y obedecido por otro; y poder, a la fuerza de la que se dispone y con ayuda de la cual se puede constreñir a otro a escuchar o a obedecer…” Lo ideal sería que un servidor público tenga no sólo poder sino también autoridad.
El actual presidente de la Corte tuvo la semana pasada una conducta poco digna de un juez y mucho menos de un ministro del supremo tribunal de la nación. Tiene el cargo, pero no la autoridad y el poder desinhibe los defectos. Y en este caso, no se serenó ni fue prudente, afloraron lo que luego los seres humanos guardamos en nuestro interior: arrogancia y soberbia.
El ministro Zaldívar todavía no termina su periodo como presidente ni como ministro de la Corte, pero ya presentó un libro que escribió él mismo acerca de sí mismo. Lo que acusó —sin pruebas— no viene en el libro, pero, como él dijo, se le “ocurrió” contar una historia. No voy a referirme a cada una de las mentiras que distorsionan una dolorosa tragedia, sólo voy a mencionar que, a diferencia de la que vivimos en este sexenio, sí hay personas en la cárcel y se llevaron a cabo resarcimientos elementales. A Zaldívar lo que más le duele es que le votaron en contra abrumadoramente un proyecto y, con arrogancia, tildó de cobardes a sus colegas. Lo que Zaldívar tampoco dijo es que cuando presentó el proyecto le hicieron ver la falta de técnica, pero sobre todo resultó jurídicamente insostenible. Bajo sus criterios su amiga Olga Sánchez Cordero podría estar en la cárcel, por ejemplo. Antes de preocuparse por promoverse con la publicación de un libro, el ministro Zaldívar debería dar cuentas del desorden generalizado del Poder Judicial, y responder en consecuencia.
En fin, su ambición es enorme; dicen que quiere no sé qué cargo, pero en su afán por quedar bien con el poderoso presidente de la República, y quizás instigado por éste, de ser un asesor jurídico se ha convertido en el oficioso distractor de los asuntos que le molestan al presidente y cruza los límites elementales en el respeto a la división de los poderes y en la dignidad del propio cargo que ostenta.
Dice Zaldívar (13 años después) que en aquella ocasión se mostró independiente ¿y por qué no se ha mostrado independiente en estos años? La sumisión de la Suprema Corte a la voluntad del Poder Ejecutivo se hace evidente en el recuento de más de 10 casos conocidos en los que Zaldívar se ha mostrado al servicio de los intereses del presidente o de su grupo cercano.
Las consecuencias han sido desastrosas. Algunas han dañado directamente personas en su honor; pero las más serias son aquellas que han sido contra las instituciones y que han generado como resultado el debilitamiento del Tribunal Electoral, daños económicos al país, la falta de certeza jurídica que aleja la inversión con daños incalculables; así como la falta de atención al consejo de la judicatura y, por supuesto, desconfianza en la justicia.
Qué puede esperarse de una Suprema Corte de Justicia cuyo presidente, en lugar de desahogar los muchos asuntos pendientes, se dedica ajustar cuentas con el pasado y a desatar sus rencores personales, amén de hacer daño a través del servilismo que se extiende sin límites y que no permite el diálogo. El lacayismo no debe ser bien visto por una ciudadanía que lucha por la democracia. Ojalá que en la Corte no cunda el ejemplo
Diputada federal