La gran soprano María Callas no fue sólo una voz, fue un torrente de emociones esculpidas en cada nota. Su arte trascendió los límites de la técnica del canto. No se limitaba a cantar, sino que se transformaba en el personaje. De la soprano emergía una actriz, que tejía con su voz y su presencia la esencia de cada interpretación. Fue el faro que iluminó el camino para generaciones futuras, redefiniendo el arte de la ópera, en donde cada emoción cobra vida y la interpretación musical se inmortaliza.
Nació en el mes de diciembre, un frío día 2, de 1923, en la Nueva York que nunca duerme, con el nombre de Cecilia Sophia Anna Maria Kalogeropoulos. Hija de inmigrantes griegos, desde temprana edad mostró un talento musical excepcional. En 1937, después del divorcio de sus padres se trasladó con su madre a la ciudad de Atenas, en donde comenzó su formación musical en el Conservatorio Nacional, bajo la tutela de la legendaria soprano española Elvira de Hidalgo.
En 1941, María debutó profesionalmente en Grecia, durante la ocupación nazi, interpretando roles pequeños. En 1947, fue invitada a reemplazar a otra soprano en Verona, en donde su interpretación de La Gioconda fue el inicio de una brillante trayectoria internacional.
Durante las décadas de 1950 y 1960, María Callas fue la reina de los escenarios más importantes del mundo, como la Scala de Milán, el Teatro Colón en Buenos Aires, la Ópera Metropolitana de Nueva York.
De su voz nacieron personajes inmortales como la sacerdotisa Norma; la delicada y trágica Violeta (La Traviatta); la intensa Tosca; y la vengativa Medea. Cada papel que María encarnó fue un prodigio de técnica y emoción, elevando la ópera a un nivel donde lo humano toca lo divino.
Comentan los conocedores que María poseía una voz que desafiaba las clasificaciones tradicionales. Aunque era reconocida como soprano dramática, su dominio del registro grave le permitía alcanzar la profundidad de una mezzo-soprano e, incluso, rozar la oscuridad de una contralto. Desplegaba una agilidad impresionante en los agudos, propia de las sopranos ligeras, ejecutando con maestría coloraturas complejas. Esta versatilidad única le otorgó la capacidad de habitar cada personaje con una gama vocal incomparable.
Una de las arias más conocidas del repertorio operístico de María, que en lo personal me encanta, es “O mio babbino caro” de la ópera Gianni Schicchi de Puccini, en la que interpreta a Lauretta. La joven que con ternura y desesperación intenta convencer a su padre que permita su matrimonio con el hombre que ama. En escasos dos minutos, María logra transmitir toda una gama de sentimientos: ternura, dolor y una súplica auténtica que hace vibrar a la audiencia.
Juan José Dávila señala que en México, María “debutó con la Norma de Vicenzo Bellini; se estrenó en el rol de Lucía di Lammermoor, de Donizetti y cantó por única ocasión la Gilda de Rigoletto de Verdi, e hizo “la hazaña” de meter un mi sobreagudo al final del segundo acto de Aída”.
La vida de María fue tan dramática como sus actuaciones. Su relación con Aristóteles Onassis fue un periodo de tensión emocional, que coincidió con el declive de su salud vocal. La pérdida de su famoso timbre se atribuyó a múltiples factores, como pérdida de peso y agotamiento físico. María falleció el 16 de septiembre de 1977, en París, dejando un gran vacío en el mundo de la ópera.
María Callas sigue siendo referencia obligada para los amantes de la ópera y cantantes que buscan la verdadera interpretación musical. Su voz poderosa y conmovedora, acaricia el alma y la sacude hasta sus cimientos, transformando la ópera en un acto sublime, que le mereció el título de la “La Divina”. Emblema de arte, pasión y elegancia.
Ministra en Retiro de la SCJN.