La justicia sublime y etérea se erige como el faro que guía a los seres humanos hacia puerto seguro, donde la dignidad y el respeto no son meras aspiraciones, sino realidades palpables. No es simplemente la observancia rigurosa de leyes escritas, es la conjunción entrelazada entre la equidad, no discriminación y respeto a los derechos humanos.
En las sociedades democráticas es la aplicación del derecho el método más acabado para acceder a la justicia y su proclamación honesta y responsable, la mejor forma de garantizar el bien común.
Ante las variadas y disímbolas conductas del ser humano, que eventualmente pueden impactar negativamente a otros, emerge la imponente figura del juez. La imparcialidad inalienable de su actuación, respaldada por su honorabilidad, conocimiento, estudio y experiencia en la ciencia del Derecho, constituyen día a día el fundamento de su legitimidad.
En lo personal considero que la labor jurisdiccional representa la más hermosa realización personal y profesional, motivo de orgullo y dignidad, porque:
Quien imparte justicia tiene presente que la labor jurisdiccional es mucho más que una opción para el ejercicio profesional, es una auténtica vocación. Es celoso guardián de la seguridad jurídica de una nación. Centra el peso de su atención en los justiciables, que ponen en la honorabilidad y sapiencia del juzgador sus bienes y derechos más preciados.
Quien imparte justicia forja en el día a día, la imagen que pretende legar a la posteridad. Al tiempo en que coadyuva a cimentar y edificar el prestigio de la Institución a la que pertenece. Curso enigmático de la vida en el que aprende a conjugar la trilogía de la razón que se conforma con el dominio del conocimiento jurídico, la verticalidad de la ética y el estudio apasionado del conflicto a decidir. Sustento del debido proceso, que concluye en el acto jurisdiccional por excelencia, la sentencia.
Quien imparte justicia está consciente que la evolución y transformación continua de la sociedad es el reto de estudio y actualización permanentes.
Quien imparte justicia sabe cuán importante es no perder la capacidad de asombro en cada uno de los asuntos sometidos a su consideración, pues la rutina en vez de permitir la perfección de la experiencia, se convierte en el letargo del pensamiento.
Quien imparte justicia sabe que la perfección en la obra humana no es fácil, pero sí la excelencia.
Quien imparte justicia está consciente de su falibilidad como ser humano, pero está comprometido férreamente con la verdad; que nunca habrá de esquivarla deliberadamente, sino agotar hasta donde su capacidad lo permita, a su esclarecimiento, con conocimiento y convicción.
Quien imparte justicia sabe que la vanidad y el temor son dos instrumentos que disfrazados y sigilosos perturban la ecuanimidad. Por ello, el fino soborno de la lisonja y el elogio, o la encubierta amenaza del improperio público, no constituyen influencia alguna en el dictado de la sentencia.
Quien imparte justicia está consciente de que la democracia no puede sostenerse en los pilares de una sociedad desigual, pues sólo florece en donde la libertad se reconoce, no como la ausencia de cadenas, sino como un horizonte de oportunidades asequibles para hombres y mujeres.
Consecuentemente, la justicia se erige como un pilar fundamental en la arquitectura de toda sociedad democrática y el juez, como su principal impartidor, personifica este valor inalienable. A través de su imparcialidad, experiencia, conocimiento y honestidad, legitima su cotidiana actuación, en la interminable búsqueda del bien común.