A las pocas semanas de haberse globalizado la emergencia sanitaria ocasionada por el virus COVID-19, uno de los comentarios más replicados ha sido cómo los ecosistemas se han regenerando debido al menor impacto de la actividad humana sobre ellos, así como la forma en que ha disminuido la emisión de Gases Efecto Invernadero (GEI).
Históricamente, el impacto de la huella del ser humano en este planeta ha sido altamente devastador, y muy superior al de cualquier otra especie que lo ha habitado. Se afirma incluso que, en los últimos 150 mil años, a partir de que el Homo sapiens salió de África para poblar todas las regiones de la Tierra, ha ocasionado extinciones masivas y desastres ecológicos a su paso por cada continente.
Ante esta realidad histórica y frente a las consecuencias inmediatas que nos trajo la pandemia del COVID-19, se aviva nuevamente el debate entre conservación y desarrollo como si fueran conceptos autoexcluyentes. Y si bien el COVID-19 ha logrado en términos de reducción de emisiones lo que ninguna negociación internacional había alcanzado, “debería resultar inaceptable que la muerte de miles de seres humanos, así como el aislamiento y la agudización de la precarización de millones sea el costo que debe pagarse para ello.” (1)
Dicho antagonismo no necesariamente debería existir, sobre todo si, en vez de desarrollo, hablamos de la procuración del bienestar al que aspiramos todos los seres humanos; lo cual es más cercano al paradigma del buen vivir, dentro del cual se coloca en el centro el respeto y garantía de los derechos humanos. (2)
¿Hacia dónde debemos entonces caminar como humanidad en la era post-COVID19? Algunos autores han empezado a hablar de “la planificación del decrecimiento”, (3) lo cual significa no dejar de producir, sino producir menos y mejor. Ello implica dejar atrás el concepto de economía lineal para sustituirlo por la economía circular, en la cual el valor de los productos, materiales y recursos se mantiene dentro del ciclo económico el mayor tiempo posible, y en la que se reduce al mínimo la generación de residuos.
Asimismo, se requiere reconvertir actividades agrícolas para sustituir prácticas como la agricultura industrializada y el uso intensivo de pesticidas. De igual forma, se deberán buscar alternativas a la ganadería industrial confinada, la cual, como se ha visto, es altamente susceptible de contraer enfermedades que en algunos casos han sido transmitidas al ser humano, como fue el caso de la influenza H1N1.
Se requiere también la reconversión de industrias, así como considerar reformas fiscales y laborales que ayuden no sólo a superar el grave costo económico que ha tenido la pandemia, sino que se orienten a establecer condiciones más equitativas y justas de trabajo.
La emergencia sanitaria mundial ha evidenciado que hemos fallado en garantizar efectivamente los derechos humanos a la salud, al agua, a la vivienda y a un medio ambiente sano. El presupuesto público tendría que reorientarse hacia ese objetivo y la actividad económica redirigirse hacia la construcción de vivienda digna, centros de salud, distribución de agua potable y saneamiento. Asimismo, debemos avanzar hacia ciudades bajas en carbono; invertir en transporte público eficiente y sustentable, así como sustituir el uso de fuentes fósiles por energía renovable.
La experiencia histórica nos dice que existe una alta probabilidad de que, una vez superada la crisis, dichos cambios nuevamente se pospongan. La urgencia por reactivar la economía y ofrecer alternativas de empleo inmediato puede llevarnos de regreso a los modos tradicionales de producción y consumo, incluyendo al uso intensivo del petróleo. No debemos olvidar, sin embargo, que esta ruta es la que nos ha llevado al calentamiento global y que muchos de los efectos del cambio climático están presentes pero amenazan con alcanzar en el corto plazo proporciones tan devastadoras como las del COVID-19.
El ser humano responde al sentido de urgencia. Una vez que éste pasa, la tendencia es volver al estado de confort para evitar cambiar la forma como hemos vivido. La esperanza es que, quizá esta vez sea diferente; quizá esta vez, meses de confinamiento nos hayan hecho apreciar como humanidad no sólo el valor del contacto humano, sino del encuentro con la naturaleza.
Quizá lo ocurrido nos haga entender finalmente que la salud de los seres humanos está intrínsecamente vinculada con la salud de los ecosistemas y que ambos cohabitan dentro de un mismo organismo, llamado Tierra. Quizá el síntoma más agresivo del COVID-19, que es no dejar respirar a la persona que lo contrae, es una cruel metáfora para entender cómo hemos nosotros también asfixiado al planeta desde que iniciamos nuestra expansión en él como Homo sapiens. Quizá ahora sí estemos dispuestos a darle el respiro que merece, y a iniciar una nueva relación de armonía y respeto con la naturaleza.
Directora de Comunicación del Centro Mexicano de Derecho Ambiental (CEMDA)
1 Maritza Islas Vargas. Lecciones desde la emergencia: entre el coronavirus y el cambio climático. Disponible en https://medioambiente.nexos.com.mx/?p=273
2 CEMDA. El buen vivir frente a los paradigmas del progreso y desarrollo. Disponible en: https://www.cemda.org.mx/el-buen-vivir-frente-a-los-paradigmas-del-progreso-y-desarrollo/
3 Eric Toussaint. No, el coronavirus no es responsable de las caídas en las bolsas. Disponible en https://rebelion.org/no-el-coronavirus-no-es-responsable-de-las-caidas-en-las-bolsas/