El riesgo alude a la posibilidad de que un incidente o condición afecte negativamente los planes y objetivos. Un gobierno eficiente y ordenado establece parte de sus objetivos a nivel estratégico y son las bases para las actividades que se traducen en cumplimiento de tareas y resultados. En la actualidad México enfrenta una serie de riesgos externos e internos, pero estos últimos alineados a un apetito al riesgo arropado con audacia e irresponsabilidad es una granada social deschavetada.

La polarización y la permanente descalificación ha abonado un terreno fértil que ha venido enrareciendo el ambiente político.

Los recientes acontecimientos en la esfera legislativa alrededor del destino y los tiempos de la Guardia Nacional han exhibido el descomunal desorden, pero ante todo que Morena, sus funcionarios, militantes y legisladores son mucho peor que el mentado pasado.

Adoptar las prácticas que por décadas tanto denunciaron y regodearse de pisotear la Constitución —arrastrando a la esfera militar en el intento— son indicios de que la instrucción del único líder debe acatarse con disciplina y sumisión o serán expulsados del Edén palaciego; el grado de riesgo, en un nivel amplio, que el presidente López Obrador está dispuesto a aceptar en la búsqueda de sus objetivos envía una señal al interior de su movimiento que puede ser mal interpretada. Y la voracidad de los resentidos yace latente dentro del cacareado partido en el poder y el tiempo se agota para salir oliendo a rosas del lodazal.

La identificación de los factores de riesgo han sido determinantes en el diseño de la estructura y los hilos del control presidencial, sin embargo hay una diversidad de focos rojos que juegan en contra del resultado final. La escalada del conflicto con la oposición abre más frentes en una coyuntura por demás delicada donde dentro de la burbuja morena no hay consenso. No hay piso parejo. No hay unidad ni convicción del beneficio de la ruta trazada de permanente confrontación.

El contexto político está enmarcado en una crisis de confianza hacia el presidente y su partido donde la(s) conducta(s) está desvinculada de la ética y/o moral que tanto se presumió.

El botón de cortar la transmisión del debate en el Senado hace unos días se suma a la larga lista de incongruencias y simulaciones que los pinta de cuerpo entero.

El efecto de las ráfagas descalificadoras desde la mañanera en la diseminación de medias verdades y mentiras completas han sido el semillero de la crisis de confianza que se vive hoy en la política, las instituciones, los actores y en consecuencia, en la creación de obstáculos para la consolidación de un régimen democrático.

Esto no puede ser una buena noticia para nadie de los protagonistas en la disputa por el poder.

Transitar en un escenario de un creciente malestar social por la desbordada inflación, la ola de violencia, la impunidad e inseguridad van a reflejar tarde o temprano el riesgo latente de ingobernabilidad.

Diagnosticar una sociedad es sin duda una labor compleja —cercana a lo imposible— sin embargo, el circo en el lodo moreno y la presión presidencial para sacar adelante sus intereses está mostrando el tamaño de la crisis política que puede derivar en una institucional con resultados delicados y difusos.

Habrá quien(es) argumentará que ello no está asegurado si la transformación se impone en los tiempos designados del Palacio; no obstante, el diagnóstico y el cambio paradigmático que fluye del primero podría afectar el comportamiento ciudadano de formas difíciles de capturar y no necesariamente reflejarán una predisposición específica respecto de la realidad que estará experimentando en ese momento el país.

Y esto —pese a estudios, propaganda y encuestas— está muy lejos de estar definido.

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