Allende el Bravo, hace años, los políticos e investigadores norteamericanos advirtieron que, en matemáticas, las mejores notas y el más sólido conocimiento en esos temas lo conseguían estudiantes de origen asiático. ¿Cómo es posible, si sabemos que hay sectores con notables diferencias, a favor, en cuanto a infraestructura, equipos modernos y docentes muy selectos en las escuelas donde esa comunidad está ausente, además que las ventajas escolares se relacionan con sus condiciones de estudio en casa?
Desde una mirada clásica, un muchacho o una estudiante de clase media acomodada, tenía en su habitación una computadora, varios monitores, escritorio amplio y silla ergonómica, además de todos los libros o recursos que requirieran para aprender y, claro, acceso a internet. Sus padres habían estudiado al menos la prepa.
Conforme a la aproximación dominante, su capital cultural era superior, y bastante, en comparación con la pequeña casa en la que una familia, luego de comer, limpiaba la mesa que se trocaba en escritorio para las tareas de todos los hermanos, quizá con una computadora compartida. Los expertos advertían rasgos de hacinamiento, tanto para el trabajo extraescolar como, incluso, para vivir y dormir: literas, cuarto de hombres y otro de mujeres, un baño. Las condiciones eran óptimas para unos, e inadecuadas para los otros.
Hubo colegas que dejaron de contar los clásicos indicadores que impulsan al aprendizaje, para observar lo que sucedía en las tardes. En unas familias, cada estudiante iba a su cuarto: cerraba la puerta o se encerraba en los audífonos. En las otras, un niño de primaria intentaba realizar bien las sumas, mientras su hermana mayor procuraba entender el binomio cuadrado perfecto. Otra calculaba áreas de figuras geométricas y no faltaba quien ya estaba estudiando cálculo.
Menuda mezcla, maravillosa mixtura: sin respeto al silencio sepulcral, cuando el hermano no le hallaba a lo de 9 +4 y llevamos uno, lo decía. La geómetra dejaba un rato los triángulos y, apretados en la misma silla, procuraba explicarle a su hermano: no te preocupes, eso de llevar uno, o dos, y luego seguirle no es cualquier cosa. El pequeño sonreía: ¡ya le entendí!; ahora practícalo y le ponía varios problemas. El conocedor de ecuaciones no se acordaba bien de lo del binomio cuadrado perfecto, pero la muchacha, cuando le preguntó, agotada, le pasó el libro; lo revisó y dijo: mira, lo que te falla es eso del “más el doble producto del primero por el segundo”: no más multiplica los dos términos, y luego va otra multiplicación de lo que te salga, pero por dos. ¿Eso es? Sí, y le decía por qué era así la cosa.
En la mesa común, el aprendizaje ocurría de un lado para el otro. En la cabina espacial del cuarto aislado, no había casi condiciones para las consultas con los que, con paciencia, explican a veces mejor, y con más calma, que los profes y los libros: los pares.
En la casa de los descendientes de padres o abuelos nacidos en Paquistán, ocurría algo semejante a una escuela multigrado; en la otra, cada cuarto era semejante a un aula, a una jaula. Unos ni siquiera tuvieron que tumbar paredes —no hubo nunca— pero a los otros se las construyeron para que cada quien estuviera en su salón, como debería de ser.
El sistema multigrado, con privaciones hasta de agua, no es camino, pero con buenas condiciones no sería la escuela de los que no tienen para ir a una completa y “buena”, sino habitantes de la “mejor” a la que la otra debería parecerse. Una reforma educativa, en serio, quizá necesite tumbar muros: más barreta, zapapico y pala que ladrillos y cemento para aislar. Destruir lo que parece inamovible. Atreverse a cambiar. Siquiera intentarlo.
Profesor del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México.
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