Si saber perder es una cualidad importante, saber ganar, a mi juicio, lo es más. Disculparán que mi fuente sea la experiencia que en mi casa tenemos con el futbol, pero no estoy en mala compañía: en 1956, Albert Camus, en una conferencia, dijo: “Todo lo que sé de moral y obligaciones del hombre se lo debo al futbol”.
Perder un partido, y al final darle la mano a los del equipo contrario y decirles, como era costumbre en los llanos donde intenté ser un aceptable lateral derecho: “bien jugado”, cuesta trabajo. Hay juegos que uno pierde, y otros en que el equipo contrario nos gana. Reconocer los errores cometidos que condujeron a la derrota o, en el otro caso, aceptar que los de la camiseta distinta jugaron mejor, es un aprendizaje que rebasa lo deportivo para colarse en la ética con la que se vive.
Pero saber ganar tiene lo suyo en este aporte para fincar valores en todas las demás dimensiones de la existencia social: de la victoria, por un tanto o por goleada, surge de inmediato una sensación de superioridad a solo un paso de la soberbia sin retorno, como si no hubiera, en el futuro, otros juegos. Detener la burla; reconocer que quien perdió merece respeto (salvo los que golpearon con alevosía o intentaron hacer trampa); reiterar esa expresión de humildad que a veces se concreta en una palmada en la espalda, o un apretón de manos, implica tener claro que no hay victorias ni derrotas para siempre.
El domingo 2 de junio, Claudia Sheimbaum obtuvo una votación muy grande para presidir al país, a tal punto que está en condiciones de que su movimiento pueda proceder por sí solo, sin escuchar a quienes no la apoyaron. De ese resultado deriva una enorme responsabilidad para cumplir sus compromisos y, junto a ello, ser la titular del poder ejecutivo para todas y todos los mexicanos. Por ende, sería propio de saber ganar distinguir que, sin duda, en el 40% de los votantes que no la apoyaron, hay una cantidad de personas valiosas que, no por tener discrepancias políticas, difieren en la búsqueda de un país donde la dignidad se haga costumbre.
Como en el futbol, será un arte y signo de inteligencia y sensibilidad, distinguir a los truhanes (sinvergüenzas que viven de engaños y estafas, dice el diccionario), de quienes, sin coincidir en las formas, confluyen en los fines.
En el tema que me apasiona, la educación, advierto esa distinción ética: tengo por costumbre escuchar sus argumentos, y suelo aprender mucho más de sus críticas que del sector con el que coincido. No me refiero a personas que discrepan por añorar privilegios o debido a que perdieron la cercanía, siempre halagadora, con el poder y sus prebendas. No. Hablo de colegas, de maestras y maestros que critican, por ejemplo, la premura con la que se ha impulsado la Nueva Escuela Mexicana: coinciden en la ventaja de una escuela activa, en una propuesta de educación que genere bases para la capacidad crítica y la solidaridad, sin estar de acuerdo con la ausencia del tiempo necesario para emprenderla, la falta de evaluación de sus primeros resultados y rejegos, con razón, a la sordera de quienes la han llevado a cabo con el lema de “que no hay más ruta que la nuestra”.
En política, saber ganar implica la disposición a escuchar, incluso en el propio beneficio de quien ha acumulado más votos, pues salir del espacio donde impera el eco de su propia voz y el espejismo de creer saber y poder hacer todo, para oír objeciones sustentadas y alternativas inteligentes, permitirá hacer mejor las cosas. Ojalá.