La casa se construyó, como la conocemos ahora, en 1945. Su estructura, y la de todo inmueble —los cimientos, columnas y muros de carga que confieren, a las edificaciones, lo que el esqueleto aporta a una persona— se caracteriza por ser un entramado de elementos que la mantienen en pie, calculada con precisión sobre la base de un estudio de la dinámica del suelo donde se ubica, además de otras condiciones indispensables, pues su función es soportar el peso de los espacios que conforman a esa residencia, no solo cuando estén vacíos, sino incluyendo los enseres y la cantidad de personas que albergará en el futuro. Su diseño es fundamental.

A partir de esa fecha, y hasta el sol de hoy (78 años), no ha sido modificada a pesar de los grandes cambios que ha vivido la casa a lo largo de este considerable periodo. Desde el 45 hasta 1960, fue habitada por el número de personas y los utensilios que requerían cuando se fundó. A partir de los años sesenta, pero sobre todo durante la década de los setenta y ya comenzado el decenio siguiente, recibió, paulatina y después de forma intempestiva, a una multitud de habitantes adicionales, y los muebles que llevaron consigo.

Sin cambiar o ajustar la estructura, se construyeron más y más cuartos, varios pisos añadidos a los originales (y no fueron uno o dos, sino una gran cantidad: la antigua casa pasó a ser un edificio); se generaron nuevas áreas con techumbres grandes que eran suelo para los que vivían arriba, sin estimar el sobrepeso que se esto implicaba, y el esfuerzo al que se sometía a la estructura original. Los administradores aprobaron más y más espacios.

“Mira qué grande es ya nuestro edificio. Es el proyecto ingenieril más importante de la ciudad, la atalaya desde la que se advierte antes que en otro lado el amanecer y cuando atardece. Es faro e insignia del país, el ampairesteit de estas latitudes.

En los años ochenta la vorágine de expansión de sitios nuevos se detuvo un poco, pero en los noventa retomó el crecimiento, hasta llegar a ser lo que es: un mastodonte, sí, muy grande, que da cabida a muchas personas con todo y sus roperos, pero deforme, lleno de parches, apuntalado con abundantes polines: “vigas rectangulares de madera que sustentan el entarimado de un piso, o que sostiene provisionalmente una estructura arquitectónica” según dice la web.

Ha rebasado, y con mucho, la capacidad de carga de la estructura, pero con esa costumbre de arreglar algo con un alambrito, los gerentes en turno han conseguido —no con alambritos, claro, sino con otros recursos más robustos, aunque inadecuados— mantener la morada. Ya se escuchan chirridos y muchas paredes se cuartean; muros de carga se han doblado y resisten de milagro. Y para acabarla de amolar, el terreno donde se sitúa suele, cada tanto, mecerse a consecuencia de los sismos. Mala cosa, ¿verdad? Crecer así no es crecimiento: es menester distinguir el desarrollo de la obesidad.

Sustituya usted la casa por la UNAM y a la estructura con la Ley Orgánica que a mitad de los cuarenta se decidió que tendría. Nomás un dato: en ese entonces había 10 mil personas inscritas. Hoy se acercan a 370 mil. ¿La misma estructura es la adecuada ante semejantes cambios, y no sólo en las magnitudes y diversidad de todo tipo, sino en la complejidad de sus tareas? ¿Los órganos de decisión, y los espacios y modos de participación de los universitarios son pertinentes para la UNAM de hoy? Considero que no, y urge atender el tema. Lo dicho: aunque enorme, muy frágil. Endeble.

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