Tal vez nos hemos equivocado. Concebimos como reformas educativas a las transformaciones de los procesos escolares y se suelen pasar por alto los años previos al inicio de la escolarización. Sin atender a ese periodo crucial en la vida —que va, al menos, desde el nacimiento hasta nuestro primer día en las aulas— se ponen en riesgo las condiciones que hacen posible el aprendizaje formal en el futuro.
Hay un debate entre los expertos en las neurociencias. Un grupo sostiene que el entramado básico de nuestra estructura cerebral se lleva a cabo, y culmina, en los dos o tres primeros años de nuestro andar por el mundo. Si no se logra de manera adecuada, sostienen, lo que podríamos llamar “educabilidad” se estrecha tanto que compromete sin remedio el futuro del aprendizaje. Otro grupo considera que esta posición es errónea, o al menos desmedida, pues la plasticidad del cerebro es mucho mayor y se pueden ensamblar sus conexiones, mediante estrategias inteligentes, durante un arco temporal bastante amplio.
Lejos estoy de ser experto en estos temas, pero más allá del debate que bosquejo apenas, me atrevo a decir que, pese a sus diferencias, las dos posiciones coincidirían en la importancia de los primeros años de vida como base para hacer factible y fluido, o difícil y a trompicones, el proceso de aprender de manera significativa cuando se arriba a la escuela y durante la estancia en ella, dados los códigos, aptitudes y actitudes que son constantes en ese espacio de socialización formativa.
De esto se sigue que las circunstancias sociales en las que transcurre la primera fase de la infancia son, en materia educativa, decisivas. La buena alimentación, el cuidado de la salud, la riqueza de estímulos y experiencias que incrementan de manera paulatina sus grados de complejidad (tanto físicos como intelectuales), así como la cantidad y el destino del ocio que se emplea para el juego y la diversión, fortalecen y dinamizan a las estructuras cognitivas y emocionales con las que llegamos a la etapa escolar. Cuando se accede a las aulas, quienes formalmente están en el mismo grado, no cuentan con un bagaje similar para avanzar. La igualdad es mera forma; la falta de equidad es más sólida que un grillete.
No es noticia nueva. Estos ambientes son, en nuestro país, muy diferentes; incomparables debido a su agudo contraste: pobreza o escasez para la mayoría versus distintos grados de abundancia para un conjunto mucho menor de familias. No es exagerado afirmar que la desigualdad en la forma de iniciar la vida, derivada de la inequidad en el país, es inaudita. La ausencia de equidad más cruel, si cabe hacer una prelación, es la que se refleja en la infancia y se empalma con la de género, porque, aunque no determine, sí condiciona (y fuerte), el futuro de esas personas y del país, sobre todo si nos asociamos a la idea de una escuela que forme en la capacidad de leer, escribir, ubicarnos en el mundo social y biológico sin sesgos, y aprender lo más importante: preguntar, camino a la duda y a la crítica fundada.
Asegurar las condiciones óptimas para el desarrollo de la infancia de todas las niñas y los niños de nuestra tierra es, sin duda, una acción de políticas públicas coordinadas, fincada en una posición ética que genera, en el sentido más hondo del término, una reforma en las condiciones educativas.
Mañana es el día del niño y de la niña: ¿festejo? Vale, y espacio para detener el carro, e indignarnos por la temprana marca de tantos transcursos vitales fracturados.