¿Quién lo iba a decir? En estos días, sin poder ir a las escuelas, nos ha sido dado entrar a conocerlas. Hoy, cuando están cerradas, vaya paradoja, han quedado abiertas a la mirada de millones. Ingresamos al sitio secreto, ese espacio que al cerrar la puerta es caja negra, territorio incógnito, lugar sin ventanas donde rige, manda y ordena una persona. Ella, en el rol que ocupa la silla del saber, dice lo que hay que hacer y dicta el deber. El aula tradicional perdió los tabiques o el adobe que impiden asomarnos. Amaneció traslúcida. ¿Vemos lo que pasa adentro, el misterio se revela?
Ocurre sin querer. Los actores principales de conducir el proceso escolar están a la vista. A través de su voz, movimientos y acciones paridas por instrucciones superiores, muestran, a las claras, lo que la autoridad educativa concibe como lo que ha de ser una clase: pantomima.
El programa Aprende en Casa II, al no poder (ni tratar de evitar) la estructura de “la clase”, sino recargarse en ella (enseñar un tema específico de equis materia, de tal hora a tal hora para cada uno de los grados en todo el país) hace visible lo que, se supone, acontece por parte de quienes somos maestras o maestros todos los días en millones de espacios escolares. Según ellos, los meros jefes, nos retrata de cuerpo entero.
Desde este punto de vista, no son vehículo de información que llega, sino espejo en que nos reflejan, como creen que somos y hemos de ser, los que mandan. Es representación de lo cotidiano que imaginan para las y los niños, con el único cambio que no se puede preguntarle a la tele ni tiene botón de pausa: ¿no entendiste? ¿No te dio tiempo de hallar en tu casa una caja de cartón? ¿Buscaste una goma de borrar y al regresar ya estaban en otro tema? Lástima.
Estos días, enciendo el espejo (perdón, la tele) y veo, filmado, lo que “ocurre” cada día en miles de salones de los primeros grados de primaria, según los expertos hacedores de la farsa: una señora, o dos; a veces un señor y una señora hacen las veces de maestros. Saludan con afecto afectado por lo cursi a las niñas y los niños que suponen están atentos a sus palabras y gestos más allá de las cámaras. Siempre me ha dado coraje que a las criaturas pequeñas les hablen como si fuesen tontos, con un tonito que, en sí mismo, los coloca en la galería de los infelices inferiores infantes carentes de voz. Me imagino a la niña pensado: ¿por qué me hablará como tarada la maestra de la tele de tercero? Chorrean miel y falso aprecio: les abunda la soberbia, la superioridad del adulto que condesciende a hablar con animalitos del señor.
Lo peor es cuando se hacen los graciosos: aprendices malos de payasos de fiesta infantil, creen que impostar la voz y dar saltitos de alegría mientras dicen que aprendieron mucho es educativo. No se dan cuenta que es ridículo, sí, penoso a secas. Hablar claro no es lo mismo que fingir que la comunicación tiene que ser lenta y la voz lo más aguda posible, so pena que no me entiendan quienes ignoran todo.
“Pongan atención. Hay dos características de los sonidos: tono y duración. TO-NO. Hay dos tipos de tono: GRA-VE y A-GU-DO”, escribe el maestro en el pizarrón, aunque la lección sea para quienes no saben aún leer. Y el del suéter verde brinca de emoción más falsa que un sábado que se cree martes. “¡YU-PI! Ya aprendí”.
Circo pedagógico, espejo de la idea dominante de enseñanza, forma segura de no aprender. Espejo de la idea educativa de los que no han pisado un salón. O, ¿así es? Sería terrible.
Profesor del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México.
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@ManuelGilAnton