Era inmensa la marcha: grande por cantidad y fuerte por sus demandas. Imposible no recordarla. Si ahora le tocó al día 8 caer en martes, ese entonces era domingo. Al día siguiente sucedió el paro, y las mujeres que pudieron cesaron sus labores para dejar clara la importancia de sus múltiples trabajos.
Las acompañaron, en una confluencia alucinante, las siempre bienvenidas jacarandas, tercas en cada año brotar como preludio a la primavera contra todos los pronósticos: verdes las hojas y lila azulado, dicen los que saben, sus flores.
En las arboledas esos colores, y en las calles, las pañoletas que portaban las mujeres eran semejantes. Espejos unas de otras, en cualquiera de los sentidos que se quiera, pues en lo simbólico hay tren para el norte y tren para el sur. De ida y vuelta.
En estas semanas – incluso anticipadas, porque algunas jacarandas despertaron temprano a finales de enero —van tomando las calles, los parques, las aceras y camellones. Abundan y porfían en ser un signo de esperanza terco y contundente, como lo será, sin duda, la marcha en que las mujeres retornarán a las calles nuevamente.
Unos cuantos días después de la manifestación, llegó la pandemia, y la continuidad esperable de esa lucha en movimiento callejera se vio interrumpida. En mala hora por tanto daño, dolor y encierro. Y por suspender lo que, a quien le sea dado ver, es —no era— el movimiento por la libertad y la dignidad más hondo de nuestros tiempos.
Al año siguiente, las restricciones a la movilidad impidieron su retorno, pero no el de las jacarandas que, en su nombre, recordaron el sentido de su andar.
Ahora, con la plaga cediendo un poco, van a volver para insistir, remachar y gritar, así sea con cubrebocas o como lo decidan, que no tiene futuro el país, ni el mundo, sin su fuerza y energía, sin la expresión del coraje porque siguen los feminicidios y a la autoridad no le importa; la doble o triple jornada sobre sus hombros (cuidadoras, dándole diario al trabajo y, para colmo, improvisadas maestras en la desigual distribución de los quehaceres en los tiempos del resguardo y cierre de las escuelas), y el abuso que la reclusión incrementó al interior de las familias, reducidos o cerrados los espacios para el resguardo frente a la violencia machista que prohíja una estructura patriarcal que, por su esfuerzo, ya muestra grietas, pero no las suficientes para su derrumbe.
Cuando no es tiempo que las jacarandas florezcan, siguen ahí. Del mismo modo que el movimiento de las mujeres persistió de forma variada pero constante. En las universidades, en los senderos del arte, en otras muchas zonas de la vida social a pesar de la pandemia. No soy quién para hacer un recuento cabal de sus andares: ellas lo dirán —y lo afirman cada día.
Como hace dos años, hay que estar atentos para aprender, para esperar su resurgir tan simbólico y por ende tan profundo, porque en su caudal de demandas y coraje nos llevan, como sociedad, a otra posibilidad de la justicia, la igualdad y el respeto.
Volverán a tomar las calles, nuevamente, con sus hermanas jacarandas repletas, ambas, de pañoletas para que no olvidemos, para recordar que hay que saber oír lo que es cierto, aunque incomode. Y para decirle a este gobierno que o entiende la profundidad e importancia del movimiento, o, de plano, no ha comprendido nada. Que el grito: ¡Nos queremos vivas, libres y sin miedo! ¡Ni una menos! lo interpela en serio y si no sabe escucharlo es porque no más se oye a sí mismo, embelesado por el eco de su voz.