La plaga del plagio cunde en la vida académica. Hay una discusión farragosa en torno al verbo plagiar en el ámbito legal. Para evitar malentendidos podemos acogernos a una noción clara en términos comunes, equivalente a lo que intentamos describir: apropiarse de los resultados, datos, argumentos o ideas ajenas. Suplantar a quien trabajó arduamente y saludar con su sombrero.
De lo que hablamos es de hurtar o robar. La costumbre de sustraer a alguien lo que con su trabajo logró, para hacerlo pasar como propio, se extiende. ¿O será que ahí ha estado siempre esa conducta ruin, soterrada, y ahora se da a conocer con más frecuencia? No lo sé.
Lo que cala más, si acaso se pudiese medir, es que al igual que en otros quebrantos de la ley —palmarios— prevalezca la impunidad: este delito, más aún si lo comete alguien poderoso, no tiene consecuencia alguna: da lo mismo hacer, que hacer de cuenta.
En pocos años, la cuestión central no será saber si un artículo, tesis o libro es producto del esfuerzo original de quien o quienes lo firman, sino otra, transmutada en sorpresa e incredulidad: “a ver, ¿hablas en serio? ¿No copiaste a alguien? ¿Hiciste en realidad todo ese trabajo? ¡Estás loco!” Vaya versión distópica del mundo al revés, del imperio de lo torcido y la sonrisa del cinismo como moneda de curso legal.
Muy mal anda un país cuando a quien ocupó la presidencia hace pocos años, ávido lector por cierto, se “le cayeron las comillas” en su trabajo para obtener el título de abogado, sin que se le impusiera una sanción. ¿Cuándo se jodió el Perú? pregunta Zavalita en “Conversación en la Catedral”, novela de Vargas Llosa: tengo para mí que cuando el Fiscal General de la Nación obtiene un nivel alto en la escala de los reconocimientos como investigador nacional, usando como obra suya, ostentando como autoría personal, pasajes enteros de libros escritos por otras personas. ¡Qué cara más dura! Triunfó la ley, se desplomó la decencia. Y ahora una persona que aspira a ser Presidenta de la Suprema Corte de Justicia, y por lo tanto es Ministra de ese tribunal, consiguió licenciarse en leyes copiando, íntegra, una tesis elaborada el año anterior. La directora de la tesis de la ministra fue la misma que condujo la previa, y luego también, con el mismo texto, otras dos personas fueron habilitadas para ejercer la abogacía, como lo ha documentado Guillermo Sheridan. Inaudito. Aberrante. ¿Habrá consecuencias?
Sin el impacto mediático de estos tres ejemplos, cada día ocurren fraudes semejantes, y los que más ofenden son los que se basan en el abuso de poder: por ejemplo, el profesor que se atribuye datos, imágenes y argumentos cuando consta que los solicitó a un estudiante prometiendo dar los créditos adecuados. No lo hizo. La autoridad institucional finge atender el asunto con todas las de la ley, y apuesta a que el escándalo pasará merced al inmundo mundial de futbol que acabamos de sufrir. Ah: no vaya a ser una estudiante la que incurre en algo, incluso menor: la guillotina cae sin miramientos. Ética acomodaticia, sí, pero ubicada en la inequidad.
Sin asidero en la ética, el trabajo académico no tiene cimientos. Si la moral es un árbol que da moras, como decía Gonzalo N. Santos, fincamos sobre arena. Si la brújula de la decencia no es institucional, sino recurso interno optativo, se erosiona la confianza social en la indagación científica. “Da lo mismo el que labura, todo el día como un buey...” Discépolo, en “Cambalache” (1934), vio venir el estropicio. Es más que un tango.
mgil@colmex.mx
@ManuelGilAnton
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