En 2012, cuando los creadores del “Pacto por México”, coordinados por Peña Nieto, lanzaron la Reforma Educativa y argumentaron que no era sólo imprescindible, sino la primera dada su importancia, el entonces senador, por el PRD, Mario Delgado, fue artífice y entusiasta promotor de ella.

Sus argumentos para defender la idoneidad de esa iniciativa, surgida a partir de una “enorme torpeza en entender las cosas” —como define el diccionario a la estupidez— fueron significativos pues provenían de la izquierda. La reforma partía de una simplificación: toda la problemática educativa se debía a la incompetencia del magisterio, y como era indispensable retirar esa valla que impedía llegar a la “calidad educativa”, había que evaluar hasta la saciedad a maestras y profesores.

Por un lado, que quienes resultaran aprobados se quedasen, provisionalmente, cuatro años más, hasta volver al pupitre de la examinación (ni confiable ni válida) para renovar su derecho al siguiente cuatrienio laboral y, así, en ritornelo incesante hasta el final; por el otro, que quienes no “pasaran” dos veces el instrumento de confusión múltiple fueran despedidos de inmediato sin respeto alguno por sus derechos adquiridos. Dada la simplificación del diagnóstico, la solución era igual: acusar a todo el magisterio de incompetencia, hasta que, por medio de la evaluación, avalada por expertos, demostraran lo contrario.

Mario Delgado, junto con Romero Hicks (PAN) y otros integrantes del senado, defendieron y proclamaron que por fin se había hecho lo necesario en el tema educativo. Los acompañaban, incluso como impulsores previos de ese tipo de cambio, tanto un equipo especial de expertos financiados por la OCDE, como organizaciones empresariales orientadas a la educación, de manera muy desatacada la presidida por Claudio X. González. Recuerdo que Mexicanos Primero pugnaba por “una evaluación con dientes”: la forma de expresión refiere al fondo de sus prejuicios y el desprecio (de clase y racista) por el magisterio, al tener la desgracia de no ser parecido al finlandés.

Hubo que detener el desastre, y muchas maestras y maestros resistieron: “Evaluación, sí, pero no así”, fue uno de sus lemas.

Ese senador, seis años después diputado por Morena, declaró sin pudor alguno que coordinaría los trabajos para que de esa “mal llamada” reforma neoliberal, no quedase “piedra sobre piedra”. Se puede cambiar de opinión, ni duda cabe, mas la mudanza en su parecer no implicó, al menos, una explicación. En aquel caso, una cara dura digna de la apuesta por el olvido fue lo que sucedió. Y, de una momento a otro, sin que mediara nada más que su interés por el poder en el corto plazo, el defensor del galimatías de 2012 se convirtió en jefe de su demolición, en 2018.

La nueva administración, al nombrarlo secretario de Educación Pública, se une a la ausencia de memoria, y -quizá no en la lógica de elegir cuates, pero sí de repartir cuotas y pagar favores- le otorga este nombramiento.

Pues no. Tenemos memoria, sabemos otear el oportunismo de ese tipo de personas, y lamentamos su designación. El pragmatismo tiene un límite: a mi juicio, la más elemental ética. Más allá de ese lindero, está el barranco del cinismo. Mal empieza la semana para quien ahorcan el lunes. Mal comienzo de la nueva administración en materia educativa al sucumbir a lo de siempre: su uso como espacio de solución política. En este caso el yerro es mayor. De nuevo, la educación al servicio de la política y sacrificio de proyecto. Qué pena.

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