¿Qué está pasando? No hallaba el nombre. ¿Qué sucede? Era un proceso social extraño. ¿En qué consiste la dificultad para comprender lo que pasaba? Procuraba enunciarlo y no atinaba a mentar su singularidad. Estaba formado a las 7 de la mañana. Ficha 87. Era martes y aguardábamos que dieran las 9 para que abrieran la escuela primaria. Un sentimiento de esperanza compartido era, creo, el denominador común. Diversos en los rasgos de los estratos sociales a los que pertenecíamos, aunque predominaban personas oriundas de ese barrio popular cercano a la carretera libre México-Toluca. Todas, todos, con una expresión en los ojos semejante. Ante la situación límite de contar con un pasaporte a la vida cuando nos rodea la muerte y el dolor, éramos iguales.
Estar ahí era azaroso: mayores de 60 años (nadie elige cuándo nace), con domicilio en una alcaldía (uno vive donde puede o le ha tocado vivir) y ser esa una de las primeras en que se aplicaría la vacuna. Rasgos que compartíamos con independencia del nivel escolar, los ingresos o el estatus social atribuido por la desigualdad social que caracteriza al país y que, como fractal, se reproduce en cada localidad: pocos en la abundancia, y la mayoría con lo suficiente, a veces menos, para ir sacando para su cada día.
Entonces entendí: esas circunstancias aleatorias nos hacían confluir en la misma fila, cada cual con el mismo derecho a recibir un bien público: el sitio en la fila dependía de la hora de llegada. Acostumbrado a observar que la distribución de los servicios en que cristalizan los derechos (educación, salud o acceso al agua, por ejemplo) siguen la tendencia de la desigualdad social, de tal manera que su calidad se asocia al privilegio casi siempre revestido de méritos diferenciados, esa mañana no era así.
Cada uno de nosotros accedería a la vacuna sin que los rasgos y efectos de la ubicación en la distribución del ingreso fuesen factor de distinción. Equidad era la palabra. Entré unos minutos después de las nueve. Un joven nos dijo que se daría preferencia a las personas con más años o con alguna discapacidad. Nadie estuvo en desacuerdo. Los fueron a buscar en la hilera y cuando entraron formados, no sé por qué aplaudimos. No era el privilegio, sino la fragilidad para estar a la espera lo que condujo a la “ventaja” de ser quienes serían vacunados primero. Sin mirar el número de ficha.
El acceso equitativo a ese bien que pagamos todos fiscalmente, para nada gratuito ni concesión de la autoridad, fue extraña, inusual, atípica en mi experiencia vital. Sin mercado al que recurrir para comprarla, ausente la fuerza de las relaciones con el poder o el dinero, el grupo formado estaba emparejados por la ciudadanía. No más.
Este relato no pretende negar los análisis críticos a la forma de organizar la vacunación ni muchos otros problemas debatibles en la materia. Son necesarios. Solo comparto la experiencia (quizá nada más comparable con la fila para ejercer el voto) de ser parte de un proceso social en que no participó la desigualdad, paridora del privilegio. Se dirá que fue producto de las circunstancias o de otros factores. No lo niego ni lo afirmo, no es el tema de este escrito. Tan solo quiero dar testimonio que, en esta ocasión, presencié que los más vulnerables no fueron, como tantas veces, los últimos en ejercer su derecho y con la misma calidad que los que siempre hemos sido los primeros y favorecidos en otras circunstancias. El privilegio no llegó ni se formó. No tuvo ficha. Enhorabuena.
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