Llegó lo inevitable y aún falta lo más duro. No se puede detener. Hemos aprendido que si se actúa de forma inteligente, con los recursos factibles, mecanismos adecuados y a tiempo, es posible intentar que el efecto de la pandemia sobre el sistema de salud no lo desborde.

Una de las condiciones cruciales es que los instrumentos para atender la salud de un país, sean robustos y suficientes en situaciones normales, de tal manera que, frente a la emergencia, con un incremento importante, veloz y costoso, de su capacidad instalada, puedan contender con la epidemia de mejor manera que si, como es nuestro caso, los dispositivos públicos para atender a quienes enferman, y procurar bienestar a la mayoría de los mexicanos, se han deteriorado durante décadas.

El proyecto de sociedad hegemónico durante 30 años, fue desmoronando las condiciones para una salud pública decente. Hace muchos años, sabíamos que los consultorios estaban abarrotados, las medicinas escasas, si acaso había; fechas para atención urgente muy distantes y el personal en condiciones cada vez más inciertas. Para colmo de males, la rapacidad de los gobiernos, en contubernio con el negocio de producir y distribuir fármacos, insumos y servicios, debilitaron la atención debida a los compatriotas con menos recursos.

Vale, y es necesario, criticar las decisiones del actual gobierno en esta materia, pero, a mi juicio, la responsabilidad del precario sistema para enfrentar la emergencia recae en los sexenios anteriores, a cargo del PRI y del PAN. Ni siquiera la burla perdonaron: hospitales que, al día siguiente de su inauguración, se desmontaban para que los mismos enseres médicos adornaran otra simulación de sanatorio posterior.

Entre las medidas para mitigar la epidemia, indispensables, al cerrar las escuelas quedó a la vista un sistema educativo también roto, roído por la corrupción impune: tras décadas de descuido, ahítas de propaganda y atracos, tenemos un entramado institucional endeble, que a quienes menos lo necesitan les da la mejor educación, y la peor —en infraestructura y condiciones para el aprendizaje— a los que más la requieren.

Los procesos de aprendizaje auxiliados por computadoras, tropiezan con dos escollos: la desigualdad en el acceso de hogares y escuelas a los instrumentos y conectividad indispensables, y la falta de preparación para que el personal docente pudiera, en esas plataformas, generar ambientes de aprendizaje sin las escuelas abiertas. Esa desigualdad educativa, cuya raíz es la inequidad social tan honda, tampoco es producto de un par de años: resulta, entre otras cosas, del empleo del dinero para la educación en campañas electorales, componendas sindicales y no pocos bolsillos.

Por lo tanto, y con la idea que no es posible, ni adecuado, simular las aulas en las casas, la alternativa más democrática es emplear la televisión y la radio, en cadena nacional, para generar, o reproducir, programas que inviten a las niñas y los niños a no soltar el vínculo con el aprendizaje.

Más vale concentrarse una hora interesante al estudio cada día (en los distintos grados escolares), a partir, digamos, de un video accesible para (casi) todos, que la torpeza de encargar tareas que llevan 5 horas realizar, y otras muchas calificar en vano. Ojalá la SEP oriente sus esfuerzos al aprendizaje en las casas, suscitado por estrategias creativas y comunes, que fortalezcan los saberes que son indispensables, sean posibles y no incrementen los tramites administrativos farragosos, sino descansen en la creatividad del magisterio.

Como en salud, en la educación hay que reconocer que “no hay más cera que la que arde”. La otra, tanta y tan necesaria hoy, nos la robaron esos miserables.


Profesor del CES de El Colegio de México

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