La solución militarizada para contener protestas y conducir la seguridad en las calles ha demostrado ser un rotundo fracaso en Colombia. Hace más de un mes que las y los colombianos están saliendo a las calles a protestar. Estas protestas han sacudido al país y la lamentable respuesta violenta de las autoridades han dejado como saldo más de 50 muertos, y 200 personas desaparecidas. Se trata de las movilizaciones más grandes de los últimos 70 años. Las protestas empezaron como una acción coordinada de sindicatos, organizaciones gremiales y de estudiantes en contra de una iniciativa para subir los impuestos que promovió el presidente Iván Duque. Se hizo un llamado a un “paro nacional” para oponerse a estas medidas. Tras cuatro días de conmoción masiva, Duque retiró esta reforma y se promovió la renuncia de Alberto Carrasquilla, ministro de Hacienda y principal promotor de la iniciativa. Pero las protestas no cesaron, más bien se intensificaron. Y es que estas movilizaciones están destapando una serie de problemas estructurales en Colombia que han acumulado el descontento. La reforma fiscal, tras un año de confinamiento y decrecimiento económico tan sólo fue la gota de que derramó el vaso. De hecho, fue volver a prender fuego al primer paro nacional que ocurrió dos años antes, en noviembre de 2019.
En el trasfondo está el descontento profundo que hay por la desigualdad económica y la pobreza. Según el Banco Mundial, Colombia es el segundo país más desigual de América Latina (después de Brasil) y el séptimo en el mundo. Encima, la movilidad social es casi nula: expertos de la OCDE calcularon en 2018 que para que un individuo salga de situación de pobreza se requerirían 11 generaciones. Además, la pandemia intensificó la precariedad. De 2019 al 2020 el porcentaje de personas en situación de pobreza creció casi 7% y la economía se contrajo 6.8%. La deuda pública pasó de 40 a 60%.
Pero también existe un contexto de violencia social y erosión institucional. En 2016 el gobierno colombiano firmó acuerdos de paz con las FARC, después de más de 50 años de enfrentamientos. Sin embargo, la falta de entusiasmo de Duque hacia la construcción de paz, que se refleja en la falta de presupuesto para los mecanismos de protección a víctimas y su postura de mano dura, ha hecho que la promesa de un proceso de reconstrucción y restauración social no haya tenido la centralidad necesaria. Más bien, las respuestas punitivas hacia el descontento de la ciudadanía son muestra de la quimera que ha sido la construcción de paz. En Cali, uno de los epicentros de las protestas, murieron varios jóvenes a manos de la policía durante los enfrentamientos de los primeros días. Además, civiles armados dispararon en contra de indígenas, hiriendo gravemente a ocho. En respuesta, el gobierno de Duque decidió enviar tropas militares a la ciudad, agravando el clima de confrontación entre autoridades y manifestantes.
Entre los abusos del uso de la fuerza pública y de denuncias de censura por parte de los medios, la situación en Colombia ha puesto en alerta a organizaciones internacionales de derechos humanos como Human Rights Watch y Amnistía Internacional. Inclusive, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos pidió realizar una visita para evaluar los abusos policiales y militares. Aún no sabemos el desenlace de las movilizaciones. Lo que sí podemos es mantener la atención solidaria para monitorear los abusos, y aprender de un país con heridas sociales y problemas estructurales que reflejan la realidad de muchos países latinoamericanos.
Es momento de echar barbas a remojar aquí en México. En un ambiente político hiperpolarizado, con un contexto social de disputas sociales en el que las fuerzas políticas se lavan las manos, tener a las fuerzas armadas como el referente de protección civil puede costarnos muy caro.