Para cualquiera es evidente que estamos viviendo una crisis económica que se despliega no sólo en México, sino en el mundo en su conjunto. Al contrario de otros economistas a quienes se les multiplican las crisis a lo largo de los últimos 50 años, tengo para mí que se trata de una sola crisis estructural que no ha podido resolverse, y, en cambio, hemos tenido que sufrir recurrentemente crisis financieras que afectan no sólo a los capitalistas que cuentan con la suficiente riqueza para invertir en Bolsa, sino a la población trabajadora de todo el mundo.
No voy a agobiarte, querido lector, con las causas de la crisis estructural, ni siquiera con sus características, sólo quiero resaltar que, desde un principio esta crisis ha presentado anomalías. Quizá la más notoria es que ha combinado, de manera simultánea, el estancamiento o la abierta recesión con la inflación. Este fenómeno fue nuevo, porque ahora, en vez de bajar los precios, los empresarios, para recuperar sus ganancias, disminuyen su producción y aumentan los precios. Que este comportamiento no se había presentado en otras crisis estructurales, se demuestra con que tuvo que inventarse un nuevo término, el de estanflación, para referirse a esta nueva realidad.
En estos años, a la crisis estructural se han sumado los efectos económicos de la pandemia de Covid-19, que también nos enfrentan a una realidad nunca antes vivida, pues nunca se habían paralizado las economías de manera simultánea por el confinamiento y porque, debido a la globalización, esto es a que las economías están interrelacionadas en una intrincada red que abarca al mundo, las cadenas de producción se han visto interrumpidas y se ha registrado escasez de algunos materiales que detienen la producción en países distantes, como ha ocurrido en la industria automotriz.
Ante esta presencia combinada de recesión o estancamiento con la inflación, la respuesta neoliberal, que es la que ha prevalecido en estas décadas, es que los bancos centrales combatan la inflación por medio de elevar las tasas de interés. Con esa medida se pretende encarecer el crédito, o sea que las empresas soliciten menos créditos para financiar sus inversiones y también que los individuos recurran menos a los préstamos y a las tarjetas de crédito para solventar su consumo. De esta medida se dice que es actuar sobre la demanda, es decir que se sube la tasa de interés para que empresas e individuos consuman menos y, de esta manera, no impulsen el alza de los precios. Esta determinación, sin embargo, es dolorosa, pues significa acentuar las tendencias a detener la economía, o sea el desempleo, y a disminuir el consumo de las personas.
En el caso de México, la línea no ha sido la neoliberal, sino se ha recurrido a operar sobre la oferta. Aunque el Banco de México, entidad autónoma, sí ha elevado la tasa de interés, el Ejecutivo ha impulsado la inversión privada y, sobre todo, la pública con los proyectos del Tren Maya, el Corredor Transístmico, la Refinería de Dos Bocas, así como la reconstrucción y modernización de las plantas de Pemex y CFE. Además, al subsidiar la gasolina y el diésel ha actuado sobre un componente fundamental de los precios de todas las mercancías que necesariamente tienen que distribuirse a lo largo del país. No sorprende que el gobierno de Biden haya emulado la medida y lo bien recibida que ha sido esa determinación por los consumidores estadounidenses.
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