El toreo es un arte cargado de matices, de pequeños detalles y en muchas ocasiones nos dan pie a los que nos apasiona el aceptar que comprenderlo, en toda su dimensión, es muy complejo y por ello, nos nutrimos de charlarlo con quienes lo han practicado sin ser profesionales y que han sentido lo que es pasarse por la faja a un astado, la emoción de hacerlo con categoría y conocimiento.

Menciono lo anterior porque existe un grupo de aficionados quienes practican el toreo, por el placer que les proporciona y sin que medie, el llegar a vestirse de luces y cobrar por hacerlo. Por respeto a los que así lo hacen, utilizan -preferentemente- en sus actuaciones el traje que se denomina corto, con una gran influencia campera de Andalucía.

Hoy lo narro recordando a Jesús Arroyo, a quién sus cuates le llamábamos Chucho y quién como fue un gran aficionado práctico en su generación, como así lo fueron, entre otros, el genial escultor yucateco Humberto Peraza; de ambos, aprendí mucho.

Sin embargo, con Chucho lo más trascendental es que, siempre y por delante manifestó su amor por la amistad y lo describo con la tranquilidad, de quienes así nos podemos expresar, sin cortapisas y que lo que traemos en mente así lo decimos -en voz alta- porque la confianza es absoluta. Así lo escribo.

Si alguien supo hacer de la amistad un tesoro, fue él y mantiene esa tradición su familia, en el restaurante que nació hace más de 80 años, cuando los padres de Chucho, Don José y Doña María, emigrantes de Tulancingo, Hidalgo, llegaron en 1940 al entonces pueblo de Tlalpan y empezaron a vender alimentos y bebidas en un pequeño espacio, a las personas que salían de fin de semana y de regreso por la vía a la carretera a Cuernavaca.

En Arroyo desde entonces, han recibido a políticos, toreros, artistas, empresarios, deportistas y personas de todos los niveles económicos, sumando en más de 80 años, alrededor de veintitantos millones de comensales.

La pandemia ha puesto contra la pared a muchos en esa querida industria, sin embargo ese lugar mágico al sur de la ciudad de México, en Insurgentes 4003 se mantiene, difundiendo las tradiciones mexicanas gastronómicas y musicales, contra viento y marea, con base en entender lo que es saber hacer y conectar amigos.

Esto último, fue uno de los atributos de quién -entre otras muchas actividades- fuera empresario taurino en alguna época, incluso de La México desde 1989, en equipo con sus buenos amigos, entre otros; el gran torero Joselito Huerta -en la Gloria-, el arquitecto Mario del Olmo y un gran rival en sus andanzas en los ruedos, el abogado Lalo Azcue.

A ellos les encomendaron las autoridades del entonces Distrito Federal, la reapertura del coso capitalino, cuando se complicó la relación entre el empresario y los propietarios del inmueble, lo que motivó a la creación de un patronato que dio seguimiento a los festejos y pudo ser eslabón de continuidad, en aquel tiempo.

Para celebrar la amistad, Chucho y su familia, acostumbraban hacia fin del año, el reunir en sus mexicanísimas instalaciones, a personas de todos los ámbitos económicos, políticos, culturales y sociales, en los que la convivencia era una gozada por prevalecer el sentido de la camaradería: “hondo y profundo”: como diría su gran amigo al que alcanzó en la Gloria, Paco Malgesto.

Muchas anécdotas y vivencias se pudieran exponer, de quienes tuvimos el privilegio de conocer a Chucho, en mi caso, a través de mi querido padre -quién fue el que me lo presentó- y desde niño, me hizo sentir afecto por su natural bonhomía y franqueza. Siempre me habló de frente y sin ambages.

Hoy en nombre de uno de los sentimientos más nobles que poseemos los seres humanos y que en México le llamamos: “ser cuates” Te digo que el titipuchal de ellos, te vamos a extrañar, y mucho, querido Chucho: a tu familia -en especial a mi querido Pepe- los abrazamos en tu recuerdo.

Profesor de asignatura del ITAM, Consultor y Consejero de empresas y miembro por varios años del Consejo Internacional de The Strategic Leadership Forum.

Wu 552300 4668

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