Los seres humanos actuamos en función de nuestros valores y creencias. El primer aprendizaje se da en la familia, el entorno comunitario y la escuela. La gran mayoría crecemos también bajo el cobijo de alguna enseñanza religiosa de donde se desprenden valores y creencias arraigados en nuestra comunidad, que suelen también condicionar nuestro comportamiento social.

A partir de la adolescencia y de que salimos de casa, inicia un proceso de ajuste en el que reafirmamos o sustituimos nuestros valores y creencias. Cuando enfrentamos el mundo, ya sin la cercanía cotidiana de nuestros padres, nos encontramos con que la realidad es más compleja que la aplicación mecánica de los valores que nos han enseñado.

La enorme mayoría de los mexicanos crecemos hoy en día en ambientes en los que las violencias, la criminalidad y el abuso del poder, en forma directa o indirecta, son parte de nuestra cotidianeidad. Las víctimas directas e indirectas de la violencia ascienden a cientos de miles; a millones si consideramos la menor productividad y la escalada de precios en las zonas en donde opera el crimen organizado. En las últimas décadas nos hemos habituado a convivir con la presencia de los grupos criminales lo que eleva la cuota de ansiedad e incertidumbre de la mayor parte de las personas.

Más allá de los valores aprendidos durante su niñez, para muchos jóvenes la criminalidad en sus distintas modalidades resulta más apetecibles que lo que les ofrece el sistema educativo y las oportunidades de empleo. Para muchos de ellos ser gente de bien, respetar al prójimo y acatar las leyes, es una pérdida de tiempo. Saben que la vida del crimen suele ser corta y el final trágico; sin embargo, prefieren jugar en el lado de los victimarios que en el de las víctimas.

Este panorama no es nada halagüeño; sin embargo, si vamos a los números, la gran mayoría de la población son víctimas y un porcentaje mínimo son victimarios. La violencia y la criminalidad son muy ruidosos mientras que el actuar de los ciudadanos de bien, que son la gran mayoría, es sigiloso y sereno. Lo grave es cuando las mayorías normalizan la violencia como parte de la cotidianeidad, cuando a un sinnúmero de personas les han arrebatado a un ser querido o han sido víctimas de robo, secuestro o extorsión.

Los mexicanos hemos esperado por décadas a que los gobiernos de la república solucionen el problema de la seguridad. El PRI y el PAN fracasaron y, con Morena, la situación no solo no mejoró, sino que ahora, como nunca antes, la política y la criminalidad van del brazo, la corrupción parece alcanzar todas las esferas de gobierno y el Estado ha perdido control sobre el territorio. Los ciudadanos no creen en los políticos y la voluntad y capacidad de las autoridades para resolver los problemas están claramente disminuidas.

Las comunidades con mayor calidad de vida son aquellas en las que quienes las integran mandan a sus hijos a la escuela y van a sus trabajos confiados en que al final del día su integridad personal y patrimonial estará salvaguardada y que, de existir algún evento extraordinario, contarán con el apoyo de a autoridad.

Para llegar a esta situación deben darse al menos dos condiciones. Primero, la decisión de una comunidad a hacer valer sus derechos, lo que implica capacidad de organización como sociedad civil frente la autoridad y frente a otros actores. En este contexto, las comunidades participan activamente en el diseño y la implementación de las políticas públicas que les afectan y su voz es escuchada por la autoridad. Segundo, la mayor parte de los miembros de la comunidad conocen sus derechos y obligaciones y actúan en consecuencia.

En lugares en donde existe precaria presencia de autoridad y los servicios del Estado son deficientes o insuficientes, la participación de la sociedad civil y su organización para promover y sostener su comunidad se hacen todavía más importantes. De acuerdo con el documental “Estado de silencio” (Netflix), en el sexenio de López Obrador fueron asesinados 168 periodistas y 32 están desaparecidos. La mayoría pertenecían a medios locales y hacían trabajo periodístico vinculado con el crimen organizado, la violencia política y la colusión entre autoridades y criminales. Prácticamente la totalidad de estos asesinatos ha quedado impune.

Como sociedad civil no podemos hacer oídos sordos al trabajo y al compromiso de estos informadores que en México se arriesgan más que ningún otro país para hace su trabajo. No solo merecen nuestro respeto y reconocimiento, sino que deben ser ejemplos y dejar de ser voces aisladas. Nuestro compromiso comienza con nuestra familia y con nuestra comunidad más cercana. El ostracismo y la inmovilidad no sirven para mejorar. La democracia inicia en nuestra participación inmediata en los temas de nuestra comunidad. La democracia es un asunto demasiado serio como para dejarlo exclusivamente en manos de la autoridad.

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