En 1795 Emanuel Kant escribió Sobre la Paz Perpetua, una reflexión que destacaba el peligro de las guerras y la necesidad de trabajar por un conjunto de reglas y acuerdos para evitar la destrucción de las naciones europeas. Sin esto, advertía el filósofo, la destrucción sería inevitable. Decía Kant, con mucha sensatez, que la construcción del orden mundial no es una tarea sencilla ni accesible a la mayoría, pues para ello se requería la convicción y la virtud de trabajar por el bien supremo por encima de las debilidades humanas y las ganancias inmediatas.
Después de 120 años Europa transitó por dos grandes guerras, las llamadas mundiales, por los territorios que alcanzó. Estas guerras destruyeron el futuro de por lo menos dos generaciones de los territorios involucrados y llevaron a retomar el pensamiento de Kant sobre la imperiosa necesidad de construir un orden mundial para evitar las guerras.
Primero en la Sociedad de Naciones (1919) y después en el marco de las Naciones Unidos (1945), se prohibió la guerra ofensiva lo que llevó a que los ministerios de guerra se convirtieran en ministerios de defensa; el uso de la fuerza en las relaciones internacionales se acotó a las acciones defensivas. Las guerras de conquista y expansión territorial parecían haber quedado atrás, así como las otrora llamadas guerras justas.
La aparición de las armas nucleares inició una nueva era en la que el uso de todos los recursos disponible para destruir al enemigo perdió validez. Su utilización por cualquiera de las dos superpotencias durante la guerra fría hubiera implicado su propia destrucción. Esto permitió una segunda mitad del siglo XX con ausencia de grandes conflagraciones y relativa paz mundial.
Sin embrago, la aparición del terrorismo internacional en su versión magnificada en Estados Unidos en 2001 marcó un nuevo derrotero al plantear un tipo de guerra para la que la primera potencia mundial no estaba preparada. Perseguir y derrotar a un enemigo sin ejercito ni territorio no formaba parte de sus prioridades estratégicas. Ocuparon Afganistán e Irak, sin obtener ninguna victoria política o militar. Diez años les tomó encontrar y neutralizar al gran orquestador del 9-11.
La primera década del siglo XXI conoció entonces un franco declive en la construcción del orden internacional. Estados Unidos se obsesionó con el terrorismo internacional y abandonó otros temas no menos importantes para el orden mundial. China se emparejó con Estados Unidos como líder de la economía mundial; Rusia encontró en Putin al vengador de la derrota de la guerra fría y en Israel se fortaleció la ultraderecha, reticente a cualquier negociación con los palestinos.
En el resto del mundo las cosas no fueron mejor. La Unión Europea recibió un fuerte golpe con la salida de Gran Bretaña y el deterioro de las democracias en Europa del Este. En las Américas, aunque la situación económica era estable, la calidad de las democracia disminuyó - incluyendo Estados Unidos - y con ello el interés por el orden mundial. La pandemia sanitaria remató el cuadro. Sálvese quien pueda.
En este contexto, en febrero de 2022 Putin decide tomar ventaja del desorden internacional y en la mejor tradición zarista envía al ejército ruso a invadir Ucrania. A pesar de la clara y flagrante violación del derecho internacional que esto significó, nadie lo ha detenido.
En octubre de 2023 la organización palestina Hamás, en lo que podría interpretarse como un grito de auxilio al mundo, lanza un ataque sobre Israel violando las reglas básicas de la convivencia pacífica y a sabiendas de su franca inferioridad militar frente a Israel. La respuesta israelita ha sido devastadora. Nadie ha hecho nada para impedirlo.
Incluso en las historias nimias, como la más reciente entre Ecuador y México en la que el mandatario mexicano olvidó la máxima de Benito Juárez, tanto entre los hombres como entre las naciones el respeto al derecho ajeno es la paz, provocó a su homólogo ecuatoriano cuya respuesta fue en franca violación del derecho internacional. El comportamiento de ambos mandatarios refleja un claro desprecio por la norma y orden internacionales.
Si bien no sería justo afirmar que todo lo construido hasta finales del siglo XX no sirvió para nada, es claro que resulta insuficiente. Existe un orden mundial con reglas claras, pero no existe una autoridad que las haga cumplir. Meterse con la soberanía de los Estados no es cosa sencilla. El filósofo alemán no pudo ser más certero al hablar de las tremendas dificultades que conlleva la construcción de un orden internacional. No fue menos certero en cuanto a las gravísimas consecuencias de no hacerlo.
Resolver este tema será el mayor reto que habrá de enfrentar la próxima generación de internacionalistas y quienes se dediquen al quehacer internacional. De no resolverse favorablemente y lograr un nuevo esquema que nos permita salir del eclipse, la posibilidad de una catástrofe mundial en el siglo XXI, mayor a las que vimos en el siglo XX, es muy alta.