Dicen los politólogos que el mejor antídoto contra los malos políticos es la fortaleza de las instituciones. Esto aplica especialmente a los regímenes democráticos, en los que el poder no se sustenta en la fuerza.

En el reciente proceso electoral en Estados Unidos la inconformidad del presidente Trump con los resultados electorales no deja lugar a dudas. Incluso antes de la elección incorporó en su narrativa un componente que en la historia política de Estados Unidos difícilmente encuentra precedente: si pierdo las elecciones es porque hubo fraude. De antemano cuestionó el desempeño técnico y el apego a derecho de 50 colegios electorales que conforman el sistema electoral de ese país, en el que cada estado cuenta con su propio sistema, legislación y tribunal electoral.

Al ver que los resultados no le favorecían, retomó el discurso del fraude e inicio las impugnaciones. Algunos estados, como Michigan, en menos de 24 horas desestimaron la impugnación, por falta de evidencia. En otros se procedió al conteo manual, como lo indica su legislación local. Al paso de los días las diferencias de votos obtenidos entre los dos candidatos dieron la victoria a Joe Biden. El presidente Trump continuó con las impugnaciones.

El 9 de noviembre el fiscal general de los Estados Unidos, William Barr, instruyó a los fiscales federales en los estados a apoyar las investigaciones en torno a las impugnaciones promovidas por el presidente. El 12 de noviembre la asociación de colegios electorales y de secretarios de gobierno de 13 estados, publicaron un comunicado en el que se señalan que no existía evidencia de retraso, pérdida o cambio de votos en ninguno de los procesos a su cargo, desestimando así las impugnaciones presentadas por Trump. El 13 de noviembre, 16 magistrados pidieron al fiscal general William Barr revocar la orden de investigación electoral, al no existir evidencias del presunto fraude.

En paralelo se registra un evento singular. El 9 de noviembre, cinco días después de la elección y en pleno proceso de impugnación, el presidente Trump anuncia la separación del cargo de su secretario de defensa, Mark Esper. No hubo ninguna explicación. Tres días después, en el día de los veteranos de guerra, el jefe del estado mayor conjunto, el más alto cargo militar de las fuerzas armadas de ese país, en breve pero contundente discurso, señaló que el juramento de las fuerzas armadas de los Estados Unidos es exclusivamente a hacer cumplir la Constitución. No juran lealtad a ningún individuo, sea rey, tirano o dictador (sic). Después de lo sucedido días atrás, no resulta tan complicado identificar a quién iba dirigido el mensaje.

En el idioma inglés no existe una palabra para golpe de estado. Utilizan la expresión del francés coup d´etat. Tiempo atrás un general del Pentágono me decía que si no existía un término en inglés para golpe de estado, es porque esto no había sucedido nunca en su país.

Por cualesquiera sean las razones, el presidente Trump está obsesionado con la idea de no dejar la presidencia. No es ni el primero ni será el último de los hombres en el poder que sienta y piense así. Nada como el poder para desubicar a los hombres, decía un pensador griego. La gran diferencia, en este caso, estriba en la fortaleza institucional de la democracia estadounidense. Colegios electorales, magistrados, gobiernos estatales y los propios militares, todos en apego al orden jurídico vigente, han desestimado tanto las impugnaciones presidenciales, por falta de evidencia, como cualquier pretensión de violentar el orden constitucional para permanecer en el poder. La prevalencia del estado de derecho emerge como el principal soporte de la continuidad democrática.

lherrera@coppan.com

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