Con el advenimiento de las democracias modernas en el Siglo XVIII se acuñó el término civilización (Condorcet, 1743-1794) cuyo contenido central aludía a abstenerse de la violencia para promover cambios políticos, lo que era posible por la aparición de un sistema democrático, con reglas plasmadas en una constitución, con división de poderes y con un régimen de libertades y derechos ciudadanos.

El advenimiento de un nuevo orden fue cierto a medias. Un sinnúmero de naciones ha adoptado desde entonces este modelo, pero las prácticas ancestrales no desaparecieron. Con las guerras del Siglo XX y los avances tecnológicos se llegó un punto en que el uso de la fuerza disponible (armas nucleares) conllevaría inevitablemente la destrucción de todos los contendientes. En ausencia de posibilidad de victoria, la guerra pierde sentido. Se distingue entonces entre guerra total y guerra limitada.

Sin embargo, el uso de la fuerza convencional en la lucha por el poder (guerra limitada) no desapareció. El auge del terrorismo internacional con los ataques del 2001 en territorio estadunidense llevó a pensar que los paradigmas habían cambiado y que las amenazas de guerra ya no provendrían de los Estados. Tampoco esto resultó cierto. El uso de la fuerza convencional entre Estados continua en el siglo XXI. Ahí están Afganistán, Irak y ahora Ucrania. Cualquiera sea la razón o justificación para ir a la guerra, basta invocarla para convertirla en una realidad.

El que inicia una guerra sabe cuándo comienza, pero no cuándo, ni cómo termina: la guerra tiene su propia dinámica, más allá de quienes la propician. Lo único certero es la destrucción, la desolación, la desesperanza y la pérdida de sentido para quienes se ven directamente involucrados: los combatientes y las víctimas civiles.

Ucrania ha sido objeto de múltiples invasiones, conquistas y reconquistas, lo que ha resultado en un país divido entre el este y el oeste, los que ven hacia la Unión Europa y los que ven hacia Rusia: la seguridad y el control versus la libertad y la modernización. Lo que si ha cambiado es que el control militar de un territorio ya no asegura el control de su población, ni desvanece las fracturas internas ¿cómo hará Putin para evitar una guerra civil en Ucrania? Estados Unidos no lo logró, ni en Afganistán ni en Irak, por el contrario, la presencia externa sirvió para exacerbarlas.

Lo que si han cambiado son los efectos de la guerra en la era de globalización. Sus impactos no sólo llegan al campo de batalla: las relaciones diplomáticas se tensan, los mercados financieros y energéticos se cargan de nerviosismo y la zozobra contagia el ánimo mundial.

Hasta principios del siglo XX cada imperio controlaba su ámbito de acción que era respetado por los otros imperios, mediante acuerdos explícitos o implícitos. Las consecuencias de las guerras eran nacionales o regionales. Sus efectos eran restringidos para el resto del mundo. Todavía en el siglo XX, China, una potencia mundial, quedó al margen de las dos conflagraciones mundiales. Las guerras eran también limitadas en su alcance territorial. En la segunda mitad del siglo XX las comunicaciones y la expansión del comercio mundial cambiaron la fisonomía económica y política del plantea.

El envío de fuerzas rusas de ocupación a Ucrania el pasado 23 de febrero provocó la inmediata reacción de la comunidad internacional. De 193 países que asistieron a la Asamblea General de Naciones Unidas para tratar el tema, 141 condenaron la invasión y sólo cuatro se sentaron en la misma banca con Rusia. Por lo menos en el nivel aspiracional, pretendemos ser un mundo más civilizado. Pero esa no es la única razón, un evento de esta naturaleza afecta ahora en forma más profunda los escenarios regionales y globales. Nadie puede decir: a mi esta guerra no me afecta.

La globalización nos ha puesto a todos en el mismo barco. Los precios del petróleo subieron para todos, los mercados bursátiles se fueron la baja, la inflación mundial se ve impulsada por estos hechos y todo ello afecta las condiciones de vida y bienestar de miles de millones de personas. Difícil mantenerse ajeno a toda la información que circula por los medios de comunicación y las redes sociales; las mayorías están enteradas y se forman una opinión.

Difícilmente Rusia podrá hablar de victoria al concluir esta guerra, como tampoco lo pudieron hacer Estados Unidos y sus aliados en Afganistán o en Irak. Los pueblos son ahora menos dóciles que nunca y las resistencias a las injerencias externas distan de ser minoritarias.

La guerra tiene su propia dinámica y sus propias reglas, que no dependen de quienes las inician. La guerra en Ucrania seguirá cobrando su sangrienta cuota de muertos, heridos y desposeídos; así sucede cuando le abrimos los espacios. Sabemos quién, cuándo y cómo se inicia una guerra: imposible predecir sus tiempos, el alcance de sus daños y sus consecuencias. Solo es cierto que quienes las inician cargarán siempre con su responsabilidad en la memoria de los pueblos.

lherrera@coppan.com

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