La tranquilidad aparente en el vecindario muestra graves signos de descomposición, resultado de largos procesos que tensan las cuerdas y provocan rompimientos. Más allá de la pandemia sanitaria, que sin duda ha tenido efectos negativos para todos, son condiciones estructurales, de viejo cuño, las que han provocado las recientes turbulencias.

En Nicaragua existe un simulacro de democracia resultado de la Revolución Sandinista en la que, su principal líder, Daniel Ortega, sigue aferrado al poder, como lo han hecho otros líderes latinoamericanos de izquierda que proclamaban un futuro distinto pero que una vez en el poder, han hecho todo por perpetuarse. Sin duda Fidel Castro aparece como la figura emblemática y el gran maestro de esta tendencia. El poder y riqueza de Daniel Ortega ya no difieren mucho de lo que en su momento tuvo Somoza, el gran dictador nicaragüense, a quien derrocó la revolución. La última proeza de Ortega fue poner en arresto domiciliario a todos los candidatos de la oposición para evitar competencia en el próximo periodo electoral.

Haití es un país isleño en el que las turbulencias naturales y políticas han sido parte de su cotidianeidad en los dos últimos siglos. Sus instituciones políticas y sociales son extremadamente frágiles, incluso si las comparamos con las de sus vecinos de El Caribe y Centroamérica que, con excepción de Costa Rica, difícilmente son ejemplo de fortaleza institucional. Al final los militares y las fuerzas de seguridad son el fiel de la balanza en ese país. El hecho más reciente fue el brutal asesinato del presidente, junto con su esposa, perpetrado por una mezcla oscura de mercenarios colombianos y estadounidenses, necesariamente al servicio de facciones de oposición.

Cuba es un país cuyo régimen político prácticamente no ha cambiado en 70 años. A diferencia de Haití, en Cuba el Estado cuenta con instituciones muy consolidadas que les han permitido controlar la vida de los cubanos, hasta en los detalles más ínfimos. Su modelo socialista y antimperialista le ha servido a la cúpula para mantener el poder, pero no para desarrollar al país, cuya situación económica y social es francamente precaria. Ahora la población, con el cansancio de décadas, decidió salir a las calles. Los jóvenes buscan un futuro distinto.

En los tres países las condiciones económicas y sociales son precarias, por decir lo menos. La pandemia ha empeorado la situación, la democracia es una figura decorativa y el Estado de Derecho depende del humor y conveniencia de quien sustenta el poder político. Las turbulencias no son producto de las circunstancias, sino de las debilidades estructurales de sus embarcaciones.

Dada la estructura del sistema internacional, conformado por Estados-nación cuya principal atribución es el manejo soberano de sus asuntos internos, la comunidad internacional, etérea figura con endeble sustento jurídico, cuenta con escasas herramientas para intervenir en situaciones internas de los países que la conforman. Cuando existe alguna reacción, usualmente esta emerge de actores del vecindario con intereses específicos o con la suficiente cercanía para percibir que estas situaciones los pueden afectar directamente y/o poner en entredicho la estabilidad y la paz del vecindario. En este caso los vecinos naturales son Estados Unidos y México, toda proporción guardada, los actores mayores del vecindario.

La administración Biden en Estados Unidos ha representado un cambio ideológico en relación con su antecesor, desde el momento en que expresa su preocupación por la situación de precariedad económica, debilitad democrática, ausencia de Estado de Derecho y respeto a los derechos humanos, a nivel global y regional. La migración es vista como una resultante de esta situación. Es parte del longevo ideario de los demócratas en ese país que, como potencia mundial, buscan traducirlo en sus acciones hacia el exterior. Sin embargo, y a pesar de que los principios son claros, no así las acciones específicas que podrían derivarse de dichos principios. ¿Qué hacer? ¿Cómo hacerlo? ¿Hasta dónde llegar? Son preguntas a las que, al parecer, no han encontrado respuesta.

México, su vecino del sur, socio económico y comercial, que otrora mostró un gran activismo en la región al momento de surgir las turbulencias, como fue en los ochentas en Centroamérica, ahora se encuentra ensimismado en su propia circunstancia, indiferente e inactivo frente a lo que sucede a su alrededor, salvo por esporádicas declaraciones, más ideológicas que políticas. La cooperación, acción conjunta o coordinada, entre México y Estados Unidos frente a las turbulencias en el vecindario es prácticamente inexistente. El T-MEC no incluye la cooperación política regional.

Es cierto que con voluntad política y creatividad institucional se podría hacer mucho más de lo que se hace. Estados Unidos cuenta con una buena dosis de ambos componentes, pero con México difícilmente podría contar: no hay ni la una ni la otra. La comunidad hemisférica, representada formalmente por la OEA, no es de gran ayuda. La ONU tampoco parece tener muchos alivios para estas turbulencias. Que las cosas sigan igual, o peor, en los tres países mencionados, dependerá fundamentalmente de sus procesos internos. Todo esto no nos exime, a los observadores interesados, de dar seguimiento a los procesos, imaginar soluciones y esperar a mejores tiempos y condiciones que permitan actuar.

lherrera@coppan.com
Julio 23, 2021

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