En 1976 llegó a México la investigadora Ikram Antaki. Tenía 22 años y decidió abandonar Siria, su país de origen, para liberarse de una sociedad particularmente opresora para las mujeres. Llegó a México y encontró, en comparación, un paraíso. En su primera impresión, quedó fascinada con el ambiente de libertades a su alrededor, para hombre y mujeres.
Entre sus libros, que fueron muchos y muy ilustrativos para entender el mundo árabe, dejó uno en torno a sus reflexiones sobre México, publicado después de su muerte, en el que nos relata que, con el paso del tiempo, comprendió que en realidad la libertad para los mexicanos consistía en que cada uno podía hacer como le vinera en gana, lo que ciertamente resultaba menos virtuoso.
Bajo el eslogan de abrazos y no balazos el presidente de la república institucionalizó la observación de Ikram Antaki sobre los mexicanos en uno de los terrenos más delicados: la seguridad pública. Su manera de llevar a cabo las tareas de gobierno, según su buen entender, más allá de lo que marcan las leyes respecto de sus obligaciones como jefe de Estado y de gobierno, son la mejor prueba. Gracias a esta política, entre otros factores, la expansión del crimen organizado en México no tiene precedente.
De acuerdo con las cifras del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, en los primeros cinco meses del 2022 se registraron 4 mil 673 víctimas de extorsión en las 32 entidades, lo que significa un aumento de 28.8% en comparación con el mismo periodo de 2021. El Estado de México encabeza el número de víctimas con mil 961 casos; le siguen Veracruz, con 350 y Nuevo León, con 320.
La extorsión refleja una ausencia sistémica de autoridad. Los criminales seleccionan territorios en donde la presencia de autoridad es insuficiente y/o ineficiente, optan por uno o varios giros de negocios, amenazan, y periódicamente pasan a recoger, en efectivo, el impuesto a la delincuencia. Para la mayor parte de los negocios pagar este impuesto significa seguir operando, pues de otra manera quedarían sin ingresos. ¿A quién recurren los ciudadanos en estas circunstancias? ¿a la policía municipal?, ¿a la policía estatal? ¿a la guardia nacional?
En todos los casos les dirán que vaya a presentar su denuncia al ministerio público. Por supuesto que, si los extorsionadores se enteran de que alguien los denunció, las sanciones no se hacen esperar. En muchos casos los denunciantes lo han pagado con su vida o por lo menos con la destrucción de su negocio. Y tampoco sucede nada. Los extorsionadores siguen operando y los extorsionados viven en el régimen del temor y la incertidumbre.
Para que pelearse y echar balazos si se puede negociar con ellos, parece decir la autoridad, que día a día pierde más terreno en el campo de batalla. El enfrentamiento es cada día más riesgoso para los policías. En esas circunstancias, la tolerancia y, porque no, la complicidad, es mucho mejor opción para un policía municipal o estatal, o para un ministerio público o para un juez. La mayoría tienen familia y sus condiciones laborales no son precisamente óptimas, ni en sueldo ni en prestaciones. La justificación es muy simple: “los jefes ponen el ejemplo”, “yo solo soy pragmático”, “no tengo otra salida”, es mi oportunidad para hacer un patrimonio ”, etc.
El gran perdedor de esta historia es el ciudadano, usualmente con un mediano o pequeño negocio, que se cuentan por cientos de miles en todo el país, potenciales víctimas de extorsión. Y claro, esto no exime a nadie de pagar regular y puntualmente sus impuestos, cumplir con el SAT, uno de la pocas oficinas que si hacen su tarea y a quienes ni pandemias ni crisis económicas los detienen.
La crisis de seguridad publica en el país es ciertamente de las más graves que hemos vivido y nada apunta a que las condiciones podrán mejorar en la actual administración pues tanto para el presidente como para sus principales colaboradores, lo único que existe son los proceso electorales , mantener el poder y manejar el presupuesto. Que razón tenía Ikram Antaki.
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