Hace tres décadas el destino me llevó a los campos de concentración de Auschwitz , cerca de Varsovia, en donde los alemanes construyeron uno de los principales centros de concentración y exterminio de judíos europeos. Era diciembre, nevaba y hacía frío, pero eso no me impidió hacer en solitario todo el recorrido. Cuando caminaba de las barracas hacia la vía del tren me asaltó un pensamiento: la peor parte de esta historia es que nada impide que vuelva a suceder, son atrocidades propias de la naturaleza humana .
Hay cosas que damos por hecho, sobre todo por experiencia. Asumimos que el sol saldrá todas las mañanas, que al autobús pasará a las 6:10, que estará el puesto de tacos de la esquina y que al llegar a la oficina podré prepararme un café. Si por alguna razón no salió el sol, el autobús no pasó y no hubo ni tacos ni café, mi vida se vuelve miserable.
La historia de un candidato a la presidencia de Estados Unidos que al momento de desfavorecerle los resultados decide instigar a sus partidarios a sabotear el conteo del Colegio Electoral es inédita. Los estadounidenses están acostumbrados a que una vez los colegios electorales estatales publican sus resultados, la suma de los votos, mediante un ejercicio aritmético simple, dan el triunfo al ganador.
En este caso, a pesar de la abrumadora ventaja inicial de Joe Biden (306-232) el perdedor invirtió buena parte de su fortuna en procesos de impugnación. Todos los perdió por ausencia de evidencia de fraude. El veredicto de todas las impugnaciones tampoco fue suficiente para aceptar su derrota. A regañadientes aceptó iniciar el proceso de transición, dejando en claro que esto no significaba aceptar su derrota.
El último episodio del proceso, considerado como un mero trámite, tuvo lugar el 6 de enero, cuando el congreso se constituye en colegio electoral y se hace de nuevo el conteo de votos. Este ejercicio lo preside el vicepresidente, en esta ocasión Mike Pence, quien esa misma mañana hace pública una comunicación explicando las razones por las que no puede atender su solicitud del presidente de descarrilar el proceso. Mientras esto sucedía, los partidarios de Trump se aglomeraban frente a la sede del Congreso para mostrar su inconformidad.
La sesión inició como estaba prevista. Difícil saber por qué, a sabiendas de que los manifestantes estarían ahí, no había barricadas ni protección suficiente para impedir un asalto. Se dice que la alcaldesa de Washington solicitó el día anterior al presidente Trump enviara a la guardia nacional y que no obtuvo respuesta. Irónicamente la seguridad del recinto es responsabilidad del vicepresidente Pence, quien al parecer tampoco hizo lo necesario.
Los manifestantes, muchos de ellos armados, decidieron finalmente irrumpir violentamente en el congreso, suspender la sesión y amedrentar a los congresistas. En la trifulca cuatro personas murieron por disparos de armas de fuego. Un día después había 52 detenidos, en su mayoría integrantes de organizaciones de ultraderecha con antecedentes de violencia política.
Nadie hubiera imaginado que esto podría suceder en la prístina democracia estadounidense. Políticos y analistas coinciden en que, directa o indirectamente, el presidente Trump es el responsable.
Después del evento, sus propios correligionarios, en el congreso y en el gabinete, le dieron la espalda. El aparato institucional encabezado por la líder del Congreso, Nancy Pelosi, pide su destitución, a menos de dos semanas del cambio de gobierno. Sin duda para marcar un precedente. Nadie puede atentar de esta manera contra la democracia y quedar impune, parecen decir.
Muchos vimos con incredulidad y preocupación la llegada de un personaje como Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos. La ausencia de filtros quedó clara en ese momento. Su estilo personal de gobernar y muchas de sus decisiones dejaron atónitos a propios y ajenos. Su reacción ante la adversidad política fue más lejos de lo que sus propios partidarios pudieron imaginar.
Estados Unidos y el mundo se han liberado de un líder impresentable. El costo de su paso por la presidencia fue muy alto, para sus nacionales, para el mundo y ciertamente para el partido republicano al que deja en la lona. La gran lección para Estados Unidos y para el mundo: todas las democracias, sin excepción, están en riesgo. Pongamos nuestras barbas a remojar.