Múltiples y constantes han sido las críticas a la 4T y a su único líder, el presidente López Obrador quien, más allá de la feroz búsqueda de votos en el Congreso para lograr pasar sus iniciativas, poco o nada ha hecho por conciliar, convencer o dialogar con la oposición, formal o informal.
Las críticas no son de carácter ideológico: la mayoría están dirigidas a la ineptitud del actual gobierno, sus funcionarios, la pobreza de sus políticas públicas y la militarización de la seguridad con paupérrimos resultados. Las de mayor fondo, a su constante conflicto e intromisión con los otros poderes de la Unión, a la desaparición o neutralización de los órganos autónomos del Estado, a su particular manejo de la justicia, a su indiferencia frente al Estado de Derecho y a su reiterada descalificación de cualquiera que se oponga a sus iniciativas.
La marcha en defensa del Instituto Nacional Electoral (INE) el pasado domingo 13 de noviembre, la más concurrida desde el inicio de su sexenio, alude a su iniciativas más recientes para pulverizar la piedra angular de la democracia: la autonomía e imparcialidad de la autoridad electoral.
Desde hace tiempo el líder de Morena ha anunciado e impulsado la realización de un reforma electoral que le permita un mayor control sobre quien llega y quien tiene mayoría en los órganos de gobierno. Su argumento se basa en la austeridad republicana, cuando los montos en cuestión resultan insignificantes si los comparamos con lo invertido en sus proyectos emblemáticos o con los recursos asignados a la fuerzas armadas. Su verdadero objetivo: asegurar la permanencia de su partido en el poder a partir del 2024 con suficiente margen de maniobra como para que la oposición, como hace siete u ocho décadas, no pase de ser un formalismo para poder usar el membrete de gobierno democrático en los almanaques internacionales.
Curiosamente la manifestación del pasado 13 de noviembre, considerada marcha blanca por ser convocada y organizada por la sociedad civil, expresa su descontento al mismo destinatario de la primera de estas marchas en 2004, contra de la violencia en la ciudad de México, cuando el gobierno de la ciudad estaba, vaya coincidencia, en manos de López Obrador.
Al ver que la manifestación trascendió sus expectativas y, lo más grave, que los priistas –sin contar a su líder que ya está quemado– se unieron a la manifestación, anunció que contaba ya con un plan B, consistente en darle la vuelta a la reforma constitucional con la aprobación de un conjunto de leyes secundarias que solo requieren mayoría simple, lo que le permitiría obtener el mismo resultado. Increíble, pero en su mañanera del día siguiente, anuncia un cambio de planes: su propuesta de Plan B era inviable, no hay manera de conseguir sus objetivos sin reforma constitucional. De nuevo se sacó un conejo de la manga que resultó musaraña.
No conforme con la situación –y reticente como ha mostrado ser a perder cualquier batalla– anunció entonces la celebración de una contra marcha el 27 de noviembre, días antes de su cuarto informe de gobierno. Esta iniciativa nos traslada a un escenario inaudito e inédito: un presidente de la República convocando a una marcha callejera para protestar en contra de la sociedad civil ¿Habrase visto algo similar en la historia de las democracias?
Para cualquier observador externo, este espectáculo –de darse, pues en cualquier momento pude haber cambio de planes– será tanto como llevar la contienda democrática a la medición de metros cuadrados ocupados por los manifestantes ¿Quién logra ocupar más metros cuadrados? ¿El gobierno o la oposición?
Tres hechos destacan en el actual contexto político. Primero, el Presidente no tiene la menor intención de conciliar, dialogar o conceder frente a quien se oponga a sus planes. Segundo, no existe hoy en día nadie entre sus colaboradores que lo limite o le impida desbocarse. Tercero, su intransigencia y su voluntarismo políticos, servirán cada día más a la unificación de la oposición.
Si en algo podemos estar ciertos es que en que vienen tiempos de turbulencia política, quizás como no hemos conocido en México en el último siglo. El desenlace de esta película es de lo más incierto. Cuando las aguas salen de su cauce, nadie sabe hasta donde llegarán, ni los estragos que podrán causar. Lo único cierto es que, tarde o temprano, encontrarán su nuevo nivel de equilibrio. Esperemos que ese momento no tarde mucho.
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