Las leyes son normas escritas, formales y aplicables a todos, que buscan la gobernabilidad y la gobernanza en las relaciones entre el Estado y los particulares y entre estos últimos. En el siglo VI el emperador Justiniano coordinó la tarea de codificar las leyes (año 529) que se habían acumulado en más de seis siglos del imperio romano. Justiniano consideraba que la dispersión y ambigüedad de las leyes abría el espacio a los caprichos del gobernante, lo que justificó su esfuerzo para robustecer el Estado de derecho.
En 1748 Montesquieu publicó el Espíritu de las Leyes, una de las reflexiones políticas de mayor trascendencia en la historia. Opositor acérrimo del despotismo monárquico, este pensador establece la división de poderes como precondición para la funcionalidad de cualquier gobierno eficiente. La existencia de las leyes no es suficiente si no existen contrapesos formales que eviten los excesos del gobernante. La mayor parte de las democracias actuales incorporan y se someten a este modelo.
La nueva Ley de la industria Eléctrica conlleva el incumplimiento de múltiples preceptos constitucionales. Pasó por el poder legislativo sin dificultad, desde el momento en el que el actual Congreso de la Unión no significa un contrapeso para el ejecutivo. Cuando el tema llega al poder Judicial, el jefe del ejecutivo suelta una frase explosiva “no se puede utilizar la excusa del Estado de derecho papa proteger intereses particulares”.
La frase del presidente refleja claramente su sentir respecto de las leyes, la división de poderes y el Estado de derecho. En contraposición con lo que pensaban Justiniano y Montesquieu, para López Obrador las leyes y los poderes de la Unión deben adaptarse a la voluntad del gobernante. Peor aún, le parece un escándalo que el poder judicial avale la defensa de los derechos de particulares cuando uno de los pilares de cualquier sistema judicial democrático es la protección del ciudadano frente al poder del Estado.
No existe – que yo conozca al menos – ningún sistema político que establezca que, si el presidente goza de popularidad en las encuestas, esto lo faculta para pasar sobre los otros poderes, sobre las leyes y, peor aún, sobre los derechos de quienes no están de acuerdo con él.
La mayor parte de las iniciativitas que el presidente ha enviado al Congreso (el gran legislador) al contar con mayoría suficiente en las dos cámaras, pueden ignorar las voces de la oposición e incluso obviar el debate legislativo, como ha sucedido en forma recurrente. Sin duda el sueño de cualquier gobernante en un sistema democrático es contar con mayoría en el Congreso o el Parlamento, según la modalidad.
Pero esto no es suficiente para López Obrador. No contento con la mayoría en el Congreso, desde el inicio de su administración se ha esmerado por debilitar a todos los órganos autónomos del Estado mexicano. Es el caso del INE, el INAI, la Auditoría Superior de la Federación o el propio Banco de México. Su idea de gobierno no admite contrapesos o voces disientes, ni dentro ni fuera.
Su cruzada por la exclusividad en las decisiones de gobierno encontró uno de sus puntos culminantes en la desaparición de 109 fideicomisos que le liberaron más de 64 mil millones de pesos. Como muchas de sus decisiones, esta última estaba orientada a concentrar el manejo de los recursos del Estado y a debilitar a instancias cuyas voces podrían resultarles discordantes. Ninguno de estos procesos ha pasado por auditorias técnicas o financieras. El argumento para su desaparición: todos son corruptos y/o herencia del antiguo régimen; razón suficiente para desaparecerlos.
Pero tampoco ahí termina la historia. Si las voces disidentes vienen de los gobernadores o de los empresarios, la Fiscalía General de la República y la Unidad de Inteligencia Financiera están prestas para armar casos que nunca culminan procesos, pero que cumplen con eficacia el cometido político: neutralizar, debilitar o desarticular a sus opositores.
El objetivo de López Obrador es uno y claro: gobernar sin oposición, concentrar y disponer discrecionalmente de la mayor parte de los recursos del Estado y pregonar todas las mañanas que nadie ha hecho lo que él por México. Si permitimos que un solo actor defina el destino político del país, el actual presidente no tarda en convertir a México en un claro ejemplo de democracia fallida.