La elección del presidente hace unos años representaba no sólo la popularidad y persistencia del candidato, sino también, quizá sobre todo, desarrollos de larga gesta que se traducían en un malestar para un amplio segmento de la población que se siente desamparada.
La crisis económico-financiera de 2008-09, acompañada de su corta pandemia de origen norteamericano, ahondó está percepción de desamparo y sentó las bases para el terremoto electoral que vendría casi una década después. Esta crisis tuvo una cadena de serias implicaciones y fue la principal catalizadora del debate sobre el modelo económico por el alto costo del rescate (la mayor transferencia de recursos de la historia del ciudadano común al sector financiero), la profundidad de la gran recesión, la lentitud y longitud inesperada de la recuperación y la enorme distorsión de los programas de rescate monetario e industrial.
Puso, además, en el centro de la discusión a la desigualdad no sólo como injusticia, sino como causa del pobre crecimiento y una crisis más del capitalismo que permitía el renacimiento de la idea original marxista de las contradicciones intrínsecas del mercado, del neoliberalismo como modelo “moralmente derrotado” y de la corrupción por la connivencia de los intereses económicos y políticos en un fangoso pantano.
El candidato ganador supo identificar no solo la desesperanza económica, sino sobre todo explotar el sentimiento de la mayoría étnica de que había perdido el sentido de pertenencia y dirección del país, que pensaba su voz ya no se escuchaba y que los grupos de interés habían cooptado el sistema judicial y reglamentario para avanzar sus agendas, y que por tanto era menester recuperar el acervo y raíces culturales que las políticas económico-sociales de los últimos treinta años habían mermado.
El triunfo fue no sólo del candidato, sino de los temas que supo capitalizar. Por ello, la posible derrota de su movimiento en las próximas elecciones no desaparecerá el sentimiento, legítimo o ilegítimo, correcto o incorrecto, que lo propulsó a ganar.
La pregunta que se deben hacer los electores es si los valores que encarna el presidente, su forma de gobernar, su populismo, su incongruencia y el tenor de sus discursos son los instrumentos que se requieren para reformar las estructuras económicas, políticas y jurídicas con el fin de corregir el déficit democrático y la exclusión de que adolece la sociedad.
Este 2020 ha sido un año particularmente complejo con su triple crisis pandémica, económica y social. No pocos líderes populistas electos como consecuencia del aprovechamiento de crisis anteriores serán ahora evaluados por su manejo de la actual, en procesos electorales ahora en curso.
En las urnas se verá si hay un repudio a las estrategias y tácticas adoptadas y que adquieren un relieve mucho más claro en el contexto de Covid-19 y el colapso económico. Sin embargo, el repudio solo cobra sentido si en la próxima elección hay una muy alta participación ciudadana que traduzca el malestar con la forma y principios de gobierno: en general, el éxito inicial de los populistas descansa en una baja participación en la jornada electoral, sobre todo en estados clave.
El repudio podría también representar un rechazo a la polarización política por parte del gran número de ciudadanos fuera de los extremos del espectro político, tanto a la promovida desde el púlpito presidencial, como a la de grupos radicales en el polo opuesto.
El repudio sería asimismo un reproche a la falta de empatía para con las víctimas del Covid-19 y sus familias. Es decir, no tanto en la forma de una crítica a cómo hacer frente a una pandemia sobre la cual había recomendaciones ambiguas por parte de expertos e instituciones encargadas de estos temas, sino por la ausencia de la más mínima solidaridad con el dolor de los afectados severamente por ella.
El repudio expresaría quizá del mismo modo el cansancio del ciudadano moderado con el menosprecio por la verdad y el abuso de la manipulación informativa, en un contexto de exacerbada polarización en la cobertura mediática en redes sociales, periódicos y noticiarios en radio y televisión.
El repudio tendría también una explicación natural en el costo que pagan todos los gobiernos cuando la economía entra en una crisis recesiva que se traduce en desempleo, aumento en los índices de pobreza, decrecimiento y un muy elevado costo fiscal que tendrá que pagarse en algún momento.
El repudio podría significar un deseo de regresar la dignidad y el decoro a la presidencia.
Finalmente, el repudio, con alta participación ciudadana, sería el único antídoto contra la no aceptación del veredicto electoral.
Por todas estas razones, si Joe Biden, candidato Demócrata a la presidencia de Estados Unidos, gana de una manera contundente, con un amplio margen, y su partido triunfa igualmente en la Cámara de Representantes y en el Senado, deberá interpretar el repudio como un mandato de gobernar para todos y abonar a la despolarización del sistema político. Si el partido Demócrata interpreta un triunfo holgado como un mandato para profundizar las divisiones, estará sembrando las condiciones para una radicalización aún mayor.
Si, por otro lado, se obtiene un resultado electoral apretado a favor de Donald Trump (sólo puede ganar así) o Biden, las instituciones y la democracia de Estados Unidos serán puestas a prueba en un conflicto postelectoral de pronóstico reservado y con un ambiente de polarización sin fin.
Al final, los ciudadanos tendrán la palabra. Si no sienten que es importante votar en el contexto actual de Covid-19, de una profunda crisis económica y con la democracia y el estado de derecho en juego, quizá el futuro de la democracia liberal más exitosa de los últimos 250 años esté en entredicho.
México enfrentará un reto similar en 2021 y uno más en 2024.
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