La invasión rusa a Ucrania termina, en el corto plazo, con la esperanza de un regreso a la normalidad post Covid-19. Los ciudadanos del mundo se sienten abrumados por lo largo de la pandemia, por lo difícil que ha sido lidiar con olas subsecuentes y por la incertidumbre de su tratamiento y las posibilidades de contagio. Y justo cuando se veía el arribo de la etapa endémica con variedades más contagiosas, pero menos mortales y con poblaciones ya expuestas o vacunadas, la agresión militar representa un balde de agua fría y sin luz al final del túnel.
Obviamente, tanto los analistas del gobierno ruso como los de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) esperaban un desenlace más expedito con base a la percibida superioridad militar rusa, pero el desarrollo de la guerra ha seguido otro patrón.
Por un lado, el ejército y ciudadanos ucranianos han resultado mejor organizados, más resueltos a defender su soberanía y libertades y con un compromiso para lograrlo. Ahora incluso piensan que no sólo es posible parar al invasor, sino eventualmente derrotarlo.
Por otro, el liderazgo ruso parece haber sobreestimado la capacidad de su ejército, así como las posibilidades de una capitulación temprana. Las fuerzas de ataque tardaron varios meses en posicionarse a lo largo de la frontera de Rusia y Bielorrusia con Ucrania con el fin de amedrentar y luego invadir. Esta estrategia quizá haya sido contraproducente en tanto que eliminó el factor sorpresa, clave en las operaciones blitzkrieg, y que permitió una mejor preparación no sólo militar, sino de inteligencia, mediática, formación de alianzas y planeación de sanciones por parte de los miembros de OTAN y de Ucrania, así como desgaste de soldados y conscriptos acampados en el duro y largo invierno. Un ataque sorpresa y no en invierno (Napoleón y Hitler también se atoraron en el fango congelado) quizá hubiese sido más eficaz.
Ucrania no es un país pequeño; el tercero más extenso en Europa, detrás de Rusia y Francia (sin considerar la superficie de Groenlandia como parte de Dinamarca), con 5 mil 600 kilómetros de fronteras y 2 mil 700 de costas (incluyendo Crimea), con 40 millones de habitantes. Por su lado, Rusia tiene la mayor superficie en el mundo con 145 millones de habitantes. La mayor densidad geográfica de Ucrania y la gran dispersión rusa complican la concentración de recursos humanos y materiales para una invasión que tome tiempo. Se antoja difícil que las fuerzas armadas rusas puedan dedicar casi todos sus recursos para asegurar la victoria, cuando el primer intento ha resultado infructuoso hasta ahora, y descuidar el resto de su territorio ante posibles amenazas internas o externas. Es decir, no es imposible pensar que los recursos bélicos tradicionales de su ejército no puedan extenderse mucho más.
Por supuesto, el ideal sería un cambio de posturas y una solución diplomática a favor de la paz. En el pizarrón, se podría pensar en que un arreglo para remediar el pleito consistiría en el reconocimiento de Crimea como territorio ruso y la organización de sendos referendos en las provincias del este para que los ciudadanos eligieran pertenencia a Ucrania o Rusia, así como un compromiso de Ucrania con la neutralidad estilo finlandés.
Sin embargo, este tipo de rampa de salida no será fácil de obtener si no hay condiciones para que las partes pudiesen aceptar el alto costo que implica. Después de la agresión rusa y maniobras militares que pudiesen ser catalogadas como crímenes de guerra, los ucranianos, al diagnosticar debilidades y serios problemas de logística y moral del ejército ruso, difícilmente aceptarían un resultado por el que puedan perder una fracción importante de lo que consideran su legítimo territorio. Entre más tiempo pase, menos aún.
Por su parte, la presión política en Estados Unidos crecerá, en la medida en que se alargue el conflicto y el sufrimiento, para que la estrategia sea el debilitamiento del Estado ruso y el posible fin del régimen de Vladimir Putin. El duro lenguaje del presidente Joe Biden apunta ya en esa dirección.
Por su lado, el Kremlin se encuentra atrapado en una situación en la que no se ve cómo pueda ganar sin utilizar cada vez armas más agresivas, que hagan más daño y doblen a la población civil ucraniana. Esto conllevaría a un severo aislamiento y sanciones duraderas con un muy alto costo económico para todos los sectores y regiones de Rusia y en bienestar para su población, agravado, además, en caso de prevalecer por la fuerza, por el costo prohibitivo que implica el control territorial, político y policiaco de Ucrania por la asignación de cientos de miles de recursos humanos rusos. De hecho, el caso más costoso para Rusia, en términos de merma de recursos, sería un triunfo por la fuerza, pero difícil y engorroso de mantener.
Pero el problema es que tampoco se ve cómo Putin pueda anunciar una retirada por el costo interno y externo que resulta de perder.
En el fondo, la pregunta es si las condiciones políticas en Rusia—más que en Ucrania—pueden cambiar en las próximas semanas para establecer un ambiente conducente a la paz, si, al no lograr el éxito de las campañas militares, el costo en bienestar de los ciudadanos modifica los parámetros de la convivencia política interna. No será fácil por el fuerte nacionalismo natural a la cultura rusa, el control de los medios de comunicación y la manipulación de redes sociales, pero no es imposible pensar que esta vez pudiese ser diferente, ahora que la sociedad, aun sin información completa, pudiese entender, al tener puntos de referencia antes ausentes, que no merece la pena asumir los costos, incluidas sanciones, de decisiones tomadas desde el aislamiento del Kremlin.
Si el temor de que el virus de la democracia y la libertad siguiera su expansión habiendo infectado a Ucrania llevó a Putin a inclinarse por la invasión como medida defensiva, no es imposible, aunque sí sin precedente, que la aplicación de esta vacuna fallida termine contagiando a su propio país.