En recuerdo del gran Beto Mulás, consejero de la vida
El proceso de selección de la candidata o candidato a la presidencia por parte de la coalición Juntos Haremos Historia de Morena, Partido Verde y Partido del Trabajo desnuda la naturaleza priísta del movimiento encabezado por el presidente Andrés Manuel López Obrador.
El propósito es la fidelidad a la transformación, cualquiera que ésta sea. Este sexenio, la transformación es sinónimo de AMLO (por eso el presidente se refería a ella al inicio en el pretérito y hasta había nombrado cronista de su llegada al poder), pero también de concentración del poder y del intento de renacimiento de la rectoría económica del Estado (ya se verá si se aprueban las reformas legislativas propuestas para darle preeminencia).
En el caso del Partido Revolucionario Institucional (PRI) la palabra “Revolución” era utilizada y abusada como bandera y pretexto para la conservación del poder. Todos y cada uno juraban fidelidad a la Revolución y se consideraban sus únicos y auténticos herederos. Cada iniciativa de ley, proyecto o programa social se presentaba como congruente con el objetivo de avanzar los ideales revolucionarios, por más que hubiese contradicciones patentes entre muchos de ellos. López Portillo se consideraba el último presidente de la Revolución; después llegaría la tecnocracia neoliberal.
La transformación viene ahora al rescate y el país parece regresar, curiosamente como resultado de un movimiento que alega romper con el pasado, a una situación en la que la política palaciega, y la presentación de planes y programas de gobierno, consistirá en presumirse como fiel transformadora o transformador.
El proceso para la selección de candidatos no sólo a la presidencia, sino a posiciones líderes en el Senado, Cámara de diputados y aun gabinete, el denominado dedazo demoscópico múltiple, será quizá el banderazo de salida para que transformación reemplace a revolución y se empiece a escribir con mayúscula.
No sólo se utiliza el eufemismo de contienda por la “Coordinación de los comités de la defensa de la cuarta transformación” para supuestamente no violar la ley, cosa que no cree nadie, ni en Morena, PT y Verde, ni en el Instituto Nacional Electoral, ni en la opinión pública, sino que los seis que han aceptado el denigrante mote de corcholata pelean por mostrar la más alta fidelidad a la Transformación. Tanto, que prometerán institucionalizarla, el que va en segundo lugar el primero.
De ahora en adelante, el apego a la transformación primará sobre todo. En el contexto actual se interpretará como hablar bien del AIFA, loas al Tren Maya y porras a Dos Bocas. En el futuro, la transformación significaría lo que cada presidente en turno quisiera, una vez que la herencia obradorista vaya perdiendo peso. No tardarían calles, plazas, estatuas, presas y hasta aeropuertos transformadores.
Por su experiencia política, los mejores candidatos para la institucionalización de la Transformación son Marcelo Ebrard y Ricardo Monreal. Se darían a la tarea de lograr la transición (transformación) de Morena de movimiento a partido. En cambio, Claudia Sheinbaum y Adán Augusto López son los mejores para prolongar el legado del presidente López Obrador y para que, por lo menos al inicio, sus proyectos emblemáticos sigan siendo prioritarios. Pero con ellos el futuro de Morena como partido político sería más incierto.
La pregunta electoral es si el país se ha revolucionado, o transformado, lo suficiente para no volver a caer en la tentación de un objetivo superior acorde a los deseos del tlatoani en turno. Las revoluciones o transformaciones paralelas de los últimos cuarenta años, apertura económica y apertura democrática, son con frecuencia subestimadas por los analistas pero han sido profundas, difíciles de revertir y cambiado a la sociedad mexicana; ahora más compleja, más libre, dispuesta a escoger, más informada, más globalizada. Aunque no suficientemente exigente, ni participativa; todavía.
En el ámbito económico, el deseo de reimplantar la rectoría económica del Estado gracias a una lectura parcial del artículo 25 de la Constitución (“El Estado planeará, conducirá, coordinará y orientará la actividad económica nacional”) quedará al final en eso, un deseo, si el proceso de integración de México al mundo prosigue. La realidad alcanzará a la política energética y el próximo gobierno no tendrá otra opción que invitar capitales privados para complementar las pocas inversiones de Pemex y CFE si se quieren aprovechar los vientos favorables del nearshoring. La realidad también alcanzará al gobierno en el ámbito fiscal. Con los pocos recursos con que se cuenta, destinar un porcentaje importante al “fortalecimiento del sector energético” (el segundo rubro en importancia en la presentación funcional del Presupuesto de Egresos de la Federación) carece de sentido cuando el sector privado puede sufragar muchas de esas inversiones. La realidad de la recesión de la economía de Estados Unidos, más profunda y larga de lo que se cree, que hará impostergable incrementar la competitividad estructural también llegará. Finalmente, la creciente integración de la economía mexicana al mundo implica una apuesta a favor del desarrollo de talento, la formación de capital humano, la creatividad y la descentralización innovadora, todos ellos, incongruentes con la rectoría a la que se aspira.
El incremento notable (pero subreportado y subestimado) de la complejidad de la economía mexicana no sólo hacen imposible pensar que Pemex pudiese volver a ser su locomotora, sino que es paralelo a la mayor democratización del país y al hábito de la alternancia. Si el INE sobrevive las andanadas recientes y próximas y los ciudadanos participan en las jornadas electorales de manera importante, el carro completo se volverá imposible. Y sin carro completo, Transformación no será sinónimo de Revolución. La alta participación ciudadana es el factor más importante para la preservación y fortalecimiento de la democracia.
Juegan también un papel clave los partidos de oposición. La mejor manera de reconocer sus errores y excesos, de manifestar un mea culpa creíble, consiste en proponer un método ejemplar, novedoso, abierto a candidatos de varios partidos y a ciudadanos sin partido, ejecutarlo con los recursos que reciben del INE y hacerlo respetando el resultado y sumándose a la candidatura de la o el ganador.
México requiere y merece una elección en 2024 competida y respetada. Juntos Haremos Historia presentará una candidata o candidato transformador, mientras que la oposición podría presentar una o uno aspiracionista, cuya viabilidad dependerá de que surja de un proceso legítimo (legal, justo, supervisado por el INE, popular y aceptado por las partes). La elección así confrontaría dos visiones acordes con sentimientos arraigados: una, tradicionalista con énfasis en el pasado y la centralización de las decisiones, y otra que apele a las posibilidades futuras y a la confianza en los ciudadanos para construirlas.
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